Humor: el séptimo sentido


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La comedia es uno de los géneros más celebrados en el teatro y el cine. Acompaña en tiempos de bonanza y ayuda a evadirse cuando las cosas no van todo lo bien que deberían. Incluso cuanto más reprimido está un pueblo, más prolifera el humor en los escenarios. A veces, porque es el único vehículo para colar ideas que no pasarían determinados filtros censores -pensemos en El Verdugo y la carga de profundidad que escondía tras el habilísimo uso del humor y la ironía-. Otras veces, porque ya tenemos bastante con la que está cayendo, y más vale echarse unas risas y olvidarse de todo, aunque sea por unas pocas horas.

Tal vez a un espectador ajeno a nuestro teatro se le podría antojar frívolo que echáramos mano del sentido del humor. Que, entre asuntos que de por sí son tremendos, y lo tremendo que le resulta a cualquiera verse mezclado en un juicio, poco espacio debe quedar para el humor. Pero en ocasiones no queda otra salida. Y tenemos que echar mano de El Séptimo Sentido, y liarnos la toga a la cabeza para poder sobrevivir. Amanece, que no es poco.

Que no se me malinterprete. No se trata de reírnos del justiciable, sean investigados o testigos, sino de diluir un poco ese guiso que tantas veces resulta demasiado concentrado. Porque somos humanos, y porque no debemos dejar de serlo.

Tengo una compañera que a todo le saca punta. Sea un juicio de faltas –u hoy, levitos- o el más complicado de los sumarios, siempre encuentra un rescoldo al buen humor, un detalle que hace sonreír y se agradece. Y la juez con la que trabajo suele recibir a los menores haciéndoles reír mostrándoles su propia torpeza con determinadas asignaturas para relajar el ambiente.

El sentido del humor no pude forzarse, pero si hay situaciones que lo llaman a gritos. No hace mucho, ante las dificultades de un abogado para acceder a calabozos para entrevistarse con su cliente, de nombre Aladin, le sugerí que probara diciendo “Abrete Sésamo”. No dio resultado, obviamente, pero al menos quitamos hierro a una guardia infernal en el doble sentido material y climatológico, porque aguantar tropemil horas de un sábado de julio en pleno estrés térmico tiene su aquel.

Ya he contado otras veces algunas anécdotas de las miles que día a día no suceden en los juzgados. Y es que eso de estar Abierto hasta el amanecer da para mucho. Hace apenas unos días, me explicaba un señor muy compungido que no podía pagar nada porque solo tenía lo del suicidio. Alertada, le pregunté si tuvo algún intento de autolisis que le hubiera dejado secuelas. Y cuando me explicó, muy ufano, que se refería al suicidio de desempleo, la que tuvo que emplearse a fondo fui yo, más que nada porque me debatía entre estallar en carcajadas o desear que se me tragara la tierra. Por supuesto, lo tomamos con todo el humor que pudimos, sin faltar, por descontado, al respeto al compungido señor.

Otro alarde de sentido del humor, a la vez que de humanidad, es el que hacía una juez a la que conocí hace mucho tiempo que, en sus visitas a residencias de enfermos psiquiátricos, asumía sin complejos la personalidad que le atribuían en su confusión. Trataba de Su Majestad al enfermo que en sus delirios de grandeza, aseguraba ser el rey, y todos contentos.

Otra juez, hace ya bastante tiempo, me contó que en su primer destino, y dado que ella era joven y parecía serlo aún más, se vio increpada por n testigo que le dijo “morena, tráeme un café”. Sin alterarse lo más mínimo, se fue a la máqina y trajo el café en cuestión, ante la estupefacción de los funcionarios. Luego, con la bebida humeante en sus manos, le dijo al testigo que tomara asiento, le hizo las advertencias legales y tras hacerle hincapié en la obligación de decir verdad, le espetó “y eso porque lo dice la ley, no porque le haya invitado a café”. Ni que decir tiene que aquella juez, titular de un juzgado conflictivo en un partido no menos conflictivo, se ganó de golpe el respeto de todos los presentes. Mucho más que si hubiera hecho valer su posición de modo autoritario y formal.

Y, aunque lo he contado más veces, siempre recuerdo a aquel juez que, tras reprender al denunciado por entrar con gafas de sol y obligarle a quitárselas, le dijo que en esa sala de vistas solo la fiscal tenía derecho a llevarlas, en alusión a mi sempiterna costumbre de llevarlas en la cabeza, y evitando, con sentido del humor, la inmediata contestación de aquel denunciado que ya andaba abriendo la boca y señalándome con el dedo, a mí y a mis fantásticas gafas polarizadas.

Otra más de la situaciones en que hubimos de salir con sentido del humor fue en una ocasión en que alguien, tras asegurar que podía auxiliarnos para entendernos con una denunciante, una rusa que sabía español “pero poco”, nos sorprendió con que su “traducción” consistía en hablar castellano a grandes gritos y con aspavientos. Ante ello, el entonces Secretario Judicial –hoy LAJ- le dijo tranquilamente: no pongo en duda su capacidad de interpretación, pero necesitamos a alguien con título oficial. Y tan tranquilos.

Pero muestras de sentido del humor hay a diario. En mi agradecimiento eterno a quien se ocupa de los medios materiales por proporcionarnos sauna gratis en virtud del sistema de climatización, por ahorrarnos el gimnasio estropeando los ascensores para que hagamos ejercicio subiendo y bajando escaleras, por ayudarnos a prevenir el Alzheimer obligándonos a memorizar miles de claves, o por facilitarnos uso ejercicios de relajación fabulosos con la práctica que supone esperar a que se conecte el sistema informático sin perder los nervios. No sé de qué nos quejamos, la verdad.

Así que al menos el sentido del humor no falte. Por eso el aplauso va para todos los que lo utilizan con inteligencia cada día. Porque hacen más agradable el mundo. Y ya se sabe: se cazan más moscas con miel que con hiel.

 

 

 

8 comentarios en “Humor: el séptimo sentido

  1. Gracias, sus artículos son estupendos y siento tristeza no poder sacar el sentido del humor en la situación tan desagradable que ha provocado un abogado en mi familia. Ni veo la solución.

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