Deseos: todos los días son 8 de marzo


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El mundo del espectáculo está lleno de mujeres. Si a alguna profesión se incorporaron pronto, quizás fuera a ésta. Pero no tanto como creemos. Durante mucho tiempo, hasta las tablas nos estaban vedadas, y era hombres quienes interpretaban los papeles femeninos. Tiempos de Shakespeare Inlove sin ir más lejos. Y aún hoy, las actrices siguen cobrando menos que los actores, y sus vidas profesionales son mucho más difíciles a partir de determinada edad en que tienen muchos más problemas para conseguir papeles lucidos que sus congéneres del otro sexo, cómodamente asentados en el rol de maduro e interesante.
También en nuestro teatro y en todos los escenarios del mundo siguen pasando estas cosa, y peores.
Por eso, en este día, me quitaré la toga y los tacones para solamente formular un deseo: que todos los días sean 8 de marzo. Un deseo como el de la niña del relato, que traigo hoy como pequeño regalo

Relato ganador del I Certamen de narrativa corta “Mujeres” del Ayuntamiento de Benetússer 2013
LA NIÑA QUE QUERIA SER HOMBRE
Cuando yo era como vosotros, de mayor lo que quería ser era hombre.
Por más tiempo que viva, jamás olvidaré esta frase, salida de los labios de una mujer muy mayor ante un grupo de escolares de doce a catorce años. Era una actividad del colegio, consistente en charlas de familiares nuestros sobre sus respectivas profesiones. Y ella era Soledad, tía abuela de una de mis compañeras y probablemente, la mujer que más haya marcado mi existencia.
Su afirmación me dejó anonadada, y ya no pude dejar de escucharla. Soledad había nacido en un pueblo pequeño, de ésos donde todos se conocen, y era la segunda de cuatro hermanos, todos varones menos ella. Desde niña, odiaba los lazos y vestidos que le ponía su madre, y envidiaba profundamente los pantalones cortos de sus hermanos. Cuando protestaba ante su madre, ésta la recriminaba porque debía vestir como una niña, y no como un chicote. Por las mismas razones la reñía cuando volvía del colegio con manchas en la ropa, por más que a sus hermanos no les dijera nada. Y pronto empezó a llamarle la atención porque quería jugar con la pelota en lugar de con las remilgadas muñequitas que le habían comprado. Con el tiempo, las diferencias entre sus hermanos y ella se iban acrecentando, y a Soledad la obligaban a fregar los platos mientras sus hermanos estaban repantingados en un sofá. Y cuando protestaba, siempre la misma cantinela, que ella no era un chico y debía comportarse como una señorita. Y así, una vez y otra. Si hablaba su padre, ella tenía que callar porque era mujer, y hacer lo que dijera aunque no estuviera bien o no fuera justo. Y mientras, su madre, siempre sumisa, siempre callada, aunque su padre le gritaba, y la llamaba inútil, y torpe, y mil cosas más. Pero nunca protestaba. Y le decía a Soledad que él era su marido, y los maridos siempre tenían razón.
Hasta que llegó el día en que Soledad acabó los estudios primarios. Era una estudiante excelente, y quería hacer el bachiller, y luego una carrera, y convertirse en abogada, o en maestra. Pero su padre dijo que debía quedarse en casa a ayudar a su madre hasta que se casara, y su madre no se opuso. Soledad lloró y protestó, pero no hubo modo de que cambiaran de opinión. No entendía cómo su hermano mayor, que era un desastre en los estudios, tenía esa oportunidad que a ella le negaban pese a merecérsela tanto.
Le dijo a su madre que no pensaba casarse, y que tendría que aprender un modo de ganarse la vida. Pero su madre no quiso ni escucharla. Se casaría con un buen hombre, como su prima Purita, que tampoco quería casarse y ahora era tan feliz con sus tres hijos. O eso decían.
Así que no le quedó otro remedio que permanecer confinada en la casa mientras esperaba su oportunidad de liberarse. Ella seguía protestando, y su madre, cada día más cansada y anciana, continuaba diciéndole que aquello era porque era una mujer, y eso era lo que debían hacer las mujeres. Y asunto zanjado.
Así que un buen día, después de enterarse que su prima Purita había muerto al dar a luz a su quinto hijo, decidió marcharse. Se fugó de noche, a escondidas, vestida con la ropa de uno de sus hermanos, y con el poco dinero que había ahorrado y el aderezo de su Primera Comunión por todo patrimonio. Subió en un tren que la llevó a otro pueblo, y de ahí a otro, y consigió sobrevivir fregando escaleras. De hecho, era para lo único que la habían educado. Y se las arregló para ir estudiando en sus ratos libres, y comenzó a escribir, y descubrió que más allá del papel había otro mundo, ése al que a ella jamás le dejaron acceder. Con el tiempo, Soledad consigió publicar una novela, y a ésa le siguió otra, y otra más. Pero la mejor era la última, aquélla en que por fin había consegido desnudar su alma, y contar la historia de su madre, aquella mujer que se caía tantas veces, que siempre tenía moratones en todas las partes de su cuerpo, aquélla que decía de sí misma que era tonta y torpe sólo porque su marido así se lo decía, aquélla que se consieraba una inútil y que acabó quitándose la vida bebiéndose una botella de lejía un año después de que Soledad se fuera de casa. A ella, cuya historia conoció cuando ya era tarde, le dedicó su libro “No me quieras tanto, quiéreme mejor”.
Y la niña que entonces era yo decidió que de mayor quería ser mujer. Una mujer como Soledad.

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