Constancia: siempre contra la Violencia de Género


maltrato 2

Luchar contra algo es fácil. A veces, no hay más que chupar rueda del cabeza del pelotón, sobre todo si es un tema candente.

En el espectáculo, ya se sabe que lo difícil no es llegar, sino mantenerse. Y eso a veces es lo que cuesta sangre, dolor y lágrimas.

E igual que en teatro, pasa en nuestro escenario y en nuestro mundo. Y lo que hoy grita todo el mundo, mañana se olvida.

Algo así ocurre con la Violencia de Género. Todos nos asustamos y gritamos a pleno pulmón el día que matan a una mujer, a dos, el día en que además el suceso es especialmente espeluznante porque también mató a sus hijos, o a su madre, o porque las circunstancias son horrorosas.

Pero mientras, miles de mujeres siguen sufriendo maltrato. Y quizás sean las próximas. Y quizás estén en sus casa muertas de pena, además, porque solo se habla de ellas si son asesinadas. Y, aún cuando lo son, hay quien quiere silenciar las voces de quienes quieren seguir gritando a los cuatro vientos por miedo a un efecto llamada no probado y que, aunque lo fuera, siempre pesará menos que el dolor de cada una de ellas, de sus hijos, de sus padres, de sus amigos.

¿Dejaríamos de hablar del terrorismo yihadista por miedo a que alguien lo copie? ¿Silenciaríamos por ello a las víctimas de París, o las del 11 M? ¿Qué pensarían los supervivientes, o los familiares de quienes murieron?

¿Y qué pensará ahora mismo una mujer maltratada si nadie grita lo que ella no puede gritar?

Por eso, porque no hay que esperar a que maten a una mujer más, ni a que sea 8 de Marzo, ni 25 de Noviembre, publico esta historia. Un relato de algo que podría estar pasando hoy mismo. Y anticipo ese aplauso para todas las víctimas, para que sepan que estamos con ellas. Que no las vamos a dejar solas. Nunca

 

Relato finalista del I Premio Carolina Planells de narrativa corta contra la Violencia de Género 2008, Paiporta (Valencia)

 

“Yo no soy como ellas”

 

– Vámonos de aquí, por favor. ¿No lo ves?. Yo no soy como ellas.

Llevábamos ya más de tres horas en aquella sala. Estaba llena de mujeres, todas ellas jóvenes, muchas de ellas extranjeras, todas serias. El ambiente era opresivo y la sensación de tristeza era tal que podías palparla. En un rincón, una chica de raza negra daba el pecho a un bebé. Dos niños pequeños correteaban por allí ajenos a todo. Casi todas las sillas estaban ocupadas, y había quien recorría mecánicamente el espacio una y otra vez.  Muy cerca de nosotras, en una esquina, una adolescente, casi una niña, lloraba a moco tendido en el hombro de una mujer que debía ser su madre.

Aurora insistía en que nos fuéramos de allí o, al menos, eso es lo que repetía incesantemente, que quería marcharse a toda costa. Fue por eso por lo yo, haciendo de tripas corazón, saqué de mi bolso un espejo de mano y, después de quitarle a Aurora con mucho cuidado las gafas de sol que llevaba puestas, la obligué a mirar el reflejo de su cara, con el ojo morado e hinchado, y con el corte que tenía en el labio. Aurora suspiró varias veces, gimió otras tantas, y volvimos a quedarnos en silencio largo rato.

De vez en cuando, alguien entraba en la sala, pronunciaba el nombre de una de las mujeres que allí se encontraban, y la aludida abandonaba la estancia para volver más tarde, o tal vez para no volver más. No hablaban entre ellas. Parecían existir muchos muros invisibles dividiendo personas, dividiendo historias que no querían ser compartidas. También entraban en ocasiones hombre o mujeres que preguntaban por alguna de ellas, que se acercaban y parecían aconsejarles u orientarles de alguna manera. Nadie había pronunciado todavía el nombre de Aurora. Pasó un rato más callada, y nuevamente volvió a insistir.

– Vámonos, por el amor de Dios. Yo no soy como ellas, no soy una de ellas. Yo no pinto nada aquí. Yo soy una mujer de cuarenta y cuatro años, soy profesora de Universidad, tengo una casa y una familia, tengo una vida estable y posibilidades económicas. Yo no soy una de ellas. Vámonos de aquí.

Aurora y yo éramos amigas de toda la vida. Vivíamos en el mismo barrio, habíamos ido juntas al colegio, compartido amigos, viajes, penas y alegrías, disgustos y fiestas. Nos habíamos mantenido siempre en contacto, pasara lo que pasara, y seguíamos siendo amigas después de todo el tiempo transcurrido. Aurora tenía una vida envidiable, al menos aparentemente. Cuando acabamos el Instituto, estudió Medicina y conoció a Juan, su marido, en la facultad. Fueron novios algún tiempo y cuando se casaron, los dos tenían ya un trabajo fijo y bien remunerado. El era un chico fabuloso, el marido que toda madre quisiera para su hija: bien parecido, encantador en el trato, educado, divertido y amable, se mostraba enamorado de Aurora, como ella lo estaba de él. Juan conquistaba todo el mundo igual que había conquistado a Aurora. Eran la pareja perfecta: guapos, listos, con éxito, con dinero. Siguieron prosperando. Juan se convirtió en un eminente cirujano plástico, lo que, en los tiempos que corren de culto al cuerpo, les suponía ganancias millonarias. Aurora se convirtió en una médica de atención primaria que, aunque no ganaba tanto dinero, se mostraba siempre entusiasmada con su trabajo. Tuvieron dos hijos, la parejita, tan guapos, listos, sanos y perfectos como sus estupendos papás. Vivían en un lujoso piso de nuestro barrio de siempre, y poseían además un magnífico chalet en la playa para pasar los veranos. Todo era maravilloso, o al menos, así lo parecía. Juan y Aurora eran, a todas luces, la envidia de la contornada.

Pero, así como Juan seguía igual de encantador que siempre, atento y solícito con cualquiera, fuera un ministro, el conserje o la dependienta del supermercado, Aurora se fue volviendo más taciturna. Poco a poco, dejó de ser la mujer dicharachera y vivaracha que todos conocíamos y cada vez hablaba menos, sonreía menos, salía menos. A veces, me costaba incluso quedar con ella. Me pedía que la llamara al teléfono móvil en lugar de al fijo –tuvo uno de los primeros móviles, que Juan ¿cómo no? le regaló-, hablaba en voz muy bajita, me daba excusas para no vernos. No le di más importancia, no supe o no quise ver más allá, y lo achaqué al estrés de trabajo, a que estaba criando a dos niños, a la crisis de los cuarenta o a la menopausia, qué sé yo, pero no percibí las señales hasta que me reventaron en la cara.

Un buen día, Aurora me contó que había cambiado de trabajo. Dejaba el ejercicio de la Medicina, su querido centro de asistencia primaria, y se dedicaría a la docencia. Le habían ofrecido un puesto como profesora en la facultad, y lo había aceptado. A mí me extrañó mucho, sabía que Aurora adoraba el contacto directo con los pacientes, que ésa había sido siempre su vocación. Le pregunté la razón y se apresuró a explicarme que era lo mejor, que tendría un horario fijo, que ya no haría guardias, que estaría más tiempo en casa para poder dedicarse a su familia. Los motivos eran muy convincentes, pero Aurora no parecía convencida. Finalmente, supe la verdad: fue el propio Juan quien, tras sugerirle sin éxito que dejara de trabajar, habló con un colega que le debía un favor y éste le consiguió a Aurora su nuevo empleo. Juan había dicho que no era necesario que trabajara tanto, que él ganaba suficiente dinero, y que sería mejor para todos que estuviera más tiempo en casa. El trabajo de Aurora pasó a considerarse un “entretenimiento para que no se aburriera en casa”, y hasta la propia Aurora se refería a él como un pasatiempo.

Pese a todo, cada día me era más complicado quedar con Aurora, lo que no dejaba de resultar curioso, ahora que tenía más tiempo libre Ya nunca salíamos a cenar. Sólo quedábamos muy de vez en cuando, y siempre para un cafetito rápido antes que los niños salieran el colegio, o para vernos un rato aprovechando que había que hacer unas compras. Tampoco salía ya con sus amigos, sólo lo hacía con los colegas de Juan, en calidad de esposa florero, y, generalmente, por razones de trabajo. Su espacio se iba reduciendo cada vez más, y su vida social se reducía a los conocidos de su esposo. Hasta su vida familiar menguó, salvo para las cenas y comidas protocolarias de Navidades y cumpleaños, a las que, por supuesto, nunca faltaban ni Aurora ni su fascinante marido.

Por aquel entonces, Aurora empezó a llevar siempre puestas gafas de sol, fuera la hora que fuera, hiciera el tiempo que hiciera, aunque estuviéramos en el interior de un local o en su propia casa. Me dijo que tenía un problema con la luz, fotofobia según creo, y me explicó que le molestaba mucho cuando le daba en los ojos. También me dijo que no tenía importancia, que Juan le había comprado varios pares de gafas como aquéllas que llevaba, de muchos colores y modelos, pero todas preciosas, de marca, y grandísimas. No le volví a ver sus preciosos ojos verdes. Tampoco veía nada más allá, hasta aquella noche en que la verdad me explotó en las narices.

Era un domingo de madrugada. Yo estaba sola en mi casa, durmiendo a pierna suelta y de repente me desperté sobresaltada por el timbre del portero automático, que llamaba con tan frenética insistencia que nada bueno podía presagiar. Oí la voz de Aurora al otro lado, llorando, que me imploraba que le abriese la puerta. Me apresuré a hacerlo y me encontré a mi amiga deshecha en llanto, mal vestida, peor calzada –llevaba las zapatillas de estar por casa-, y con un enorme moratón en el ojo. También tenía los labios hinchados, y le quedaba un hilillo de sangre seca junto a la boca. Hipaba, sollozaba y a duras penas podía entenderla, pero con todo y con eso, fue incapaz de decir que era él quien había hecho aquello. Se limitaba a musitar un discurso incoherente plagado de disculpas, que si todo lo había hecho mal, que si no servía para nada, que si era una inútil y su vida un desastre, hasta llegó a decirme que se merecía lo que le pasaba. En medio de todo aquello, repetía que estaba asustaba, que no aguantaba más, y que tenía miedo, mucho miedo. Yo no sabía qué hacer, no sabía que decirle. Me limité a ofrecerle algo caliente, a tratar de reconfortarla, a poner mi hombro a su disposición y a darle un abrazo, y después de un buen rato, logré que se rehiciera un poco. En ese momento sonó su teléfono móvil. Se apresuró a cogerlo, muy nerviosa, y, tragándose las lágrimas que le quedaban, habló en voz muy baja. Acto seguido, me dijo que se iba, que se volvía a casa. Le imploré que se quedara, que no lo hiciera, que al menos se tomara un tiempo para reflexionar. Fue en vano. Se marchó con paso cansino, arrastrando su bola de preso hacia su cárcel dorada. Antes de irse, me suplicó que olvidara lo que había pasado, y me aseguró que todo iba a ir bien.

Pero no lo olvide, claro, ¿cómo iba a hacerlo?. Mi amiga estaba enredada en la brillante telaraña que había tejido su ideal marido, y a punto estuve yo de caer en la trampa o quizás caí de bruces sin saberlo. En los días siguientes, la anduve buscando por todas partes, la llamé a todas horas, pero no obtenía respuesta. No contestaba al teléfono móvil, y si alguien contestaba en el fijo, era para decirme que ella no estaba en casa, que no se podía poner, que no podía verme. Y así continuábamos hasta que un día me dejó un sucinto mensaje en mi contestador automático diciéndome que todo se había arreglado, que ella y Juan se marchaban a Venecia para reconciliarse y fortalecer su relación, que los niños estaban con su suegra y que no me preocupara, que ya me llamaría a su regreso, que estuviera tranquila, que no pasaba nada. Alguna vez, durante ese éxodo, me telefoneó para decirme escuetamente que estaba bien y lo estaban pasando divinamente. Yo quería creerlo, pero tenía mis dudas. En cuanto a Aurora, yo ya no sabía qué pensaba.

A su regreso cumplió su palabra y me llamó, y quedamos un ratito, muy poco, a tomar un café. Me enseñó las joyas que él le había regalado, y hasta me dio un detalle que habían comprado para mí. Su tono, al enseñarme aquellos maravillosos regalos, era neutro, vacío, como si se le hubieran esfumado la emoción y los sentimientos. Sus ojos, nuevamente, estaban cubiertos con otras preciosas gafas de sol, por supuesto de marca, y ella otra vez alegaba problemas con la luz para evitar quitárselas. No le pedí que lo hiciera, pero yo ya no me fiaba. Aurora estaba tan atrapada en su dorada tela de araña que era incapaz de darse cuenta de nada.

Después, el silencio. Volvió a pasar una semana sin noticias de Aurora. Al cabo de diez días, traté de localizarle a toda costa. Fue tarea imposible. Ni siquiera jugando a hacerme la encontradiza en la puerta del colegio de sus hijos, en el supermercado, o en los sitios que Aurora frecuentaba, conseguía verla. Contactar por teléfono era también imposible: su móvil estaba apagado o fuera de cobertura, según rezaba la operadora, y en el teléfono de la casa no se ponía nadie. Así que me armé de valor, pedí permiso un día en mi propio trabajo y me planté en casa de Aurora una mañana, justo cuando sabía que los niños estaban en el colegio y Juan trabajando en el hospital. Insistí e insistí y, al final, no tuvo más remedio que abrirme la puerta. Nada más hacerlo, se dejó caer en mis brazos y se desplomó. Lloraba y sollozaba diciendo que no aguantaba más, que no podía seguir así. Su cara era un poema: volvía a tener el ojo amoratado y los labios hinchados, y me pareció vislumbrar en su boca la falta de un diente. Le insté a que se vistiera y viniera conmigo, le dije que había que hacer algo. Asintió. Cabizbaja, me obedeció y me siguió, mansa con un corderito, de nuevo con sus enormes gafas de sol tapándole la cara.

Fuimos hasta Comisaría, donde, entre gemidos, Aurora consiguió a duras penas hacer un relato deshilvanado de sus cuitas, un relato incoherente salpicado de reproches y resentimiento. No sé cuánto tiempo estuvimos allí. Finalmente, nos dijeron que fuéramos a una hora determinada a una dirección, a los Juzgados de Violencia Sobre la Mujer, y hasta allí nos encaminamos.

Estábamos ya allí, más de tres horas, en aquella sala atestada de mujeres, la mayoría jóvenes, muchas de ellas extranjeras, todas serias, que Aurora afirmaba que no eran como ella.

– Vámonos, aquí no hacemos nada. Tampoco ha sido para tanto, cualquiera tiene un mal día, con el estrés que tiene el pobre, el trabajo, las guardias, y encima la niña, que ha suspendido el curso.

Había retomado su sonsonete, pidiendo que nos fuéramos, cuando alguien entró y pronunció su nombre. La llamaban para que pasara a la sala contigua, al Juzgado. Yo pregunté si podía acompañarla, pero me dijeron que no, que en la declaración ante el Juez y el Fiscal sólo podía estar ella, salvo que fuera menor o incapaz. A punto estuve de decir algo relativo a su incapacidad, pero me quedé muda.

Aurora se levantó lentamente, cogió sus cosas, y fue hasta donde le indicaron, mientras yo me quedaba esperando su regreso. Al cabo de veinte minutos escasos estaba de vuelta. Me quedé sorprendida. Nos habían dicho que estábamos allí para la celebración de un juicio rápido, pero aquello era demasiado rápido para ser un verdadero juicio. La miré y bajó la cabeza, recogiendo lentamente sus bártulos. Llevaba un papel en la mano que apretaba con fuerza.

– Vámonos. Esto ya ha terminado.

Le arrebaté aquel papel. Era algo oficial, con todos sus sellos, que resultó ser una copia de la declaración de Aurora. Después de consignar sus datos personales, sólo decía que se acogía a su derecho a no declarar contra su marido, que lo hacía libre y voluntariamente, que no tenía miedo ni tenía nada que reclamar. No fue capaz de mirarme a la cara. Antes de abandonar la estancia, alguien entró sugiriéndole que hablara con una asistente social, con personal especializado de atención a víctimas del delito, con alguien que la asesorara, pero ella rechazó firmemente todo lo que le ofrecían, y enfiló la salida.

Tuve que seguirla a buen paso para conseguir alcanzarla, y casi hube de saltar en el taxi que ella paró, ignorando si estaba invitada a subir. Allí volví a insistir en que se lo pensara, le dije que podía venir a mi casa aunque sólo fuera unos días, que si no quería denunciarlo, se separara de él al menos. Agriamente, me espetó:

– Me voy a casa, no sé por qué te he hecho caso. Nunca tenía que haberme ido. Tengo un marido y una familia con la que estar. Tú no lo entiendes, no puedes saber lo que es eso, no sabes lo que es estar enamorada y unida a alguien tanto tiempo. No tenía que haber venido.

Bajé del taxi, mientras ella pagaba la carrera al conductor, y me fui a mi casa sin siquiera mirarla. Estaba asustada, inquieta, nerviosa, pero, sobre todo, estaba enfadada con Aurora. No podía dormir, y pasé la noche intranquila, hasta que finalmente sucumbí a un duermevela sólo interrumpido por el sonido de las sirenas de ambulancias y  coches de policía que con frecuencia pasaban por nuestro barrio. Ignoraba cómo actuaría el Juzgado, pero esperaba que, pese a la tozudez de Aurora, continuaran investigando la razón de aquel ojo morado y aquella alma anulada. Y deseaba con todas mis fuerza que Juan recibiera el castigo que merecía.

No supe nada hasta el día siguiente, cuando me desperté muy temprano y oí un escándalo que superaba con mucho a lo que era habitual a aquellas horas. Nerviosa, me asomé al balcón, y al ver la lujosa finca donde vivía Aurora, un escalofrío me recorrió el espinazo. Estaba llena de policías, rodeada con una cinta de precinto, con muchísima gente alrededor, y un enjambre de periodistas y cámaras de  televisión hacían guardia en el portal. Le rogué a un Dios en el que no creía que no hubiera pasado lo que imaginaba, que fuera un error, que no se tratara de Aurora, y bajé corriendo a la calle.

La policía no me dejó pasar, pero pude oír con toda claridad cómo el conserje, flanqueado por varios micrófonos, contaba con todo lujo de detalles lo que había pasado. Decía que escuchó gritos, que enseguida llegó una ambulancia y se llevaron a Aurora en una camilla, que no sabía si estaba viva o muerta, que menos mal que los niños no estaban en casa, que al cabo de un rato se llevaron al marido esposado, que qué barbaridad, que quién lo hubiera pensado, que eran una familia tan ideal y bla, bla, bla, bla. El pobre hombre estaba disfrutando su minuto de gloria, y los periodistas haciendo su trabajo, pero en ese momento yo los odié con todo mi corazón.

Vagué sin rumbo por mi propio barrio, y no tardé mucho tiempo en conocer todos los detalles, incluidos los que la fantasía y el morbo de la gente había ido añadiendo. Aquel era un barrio residencial, tranquilo, y hechos como ése convulsionaban el entorno como un terremoto y sacaban a flote los más bajos instintos.

Juan, al parecer, había sido detenido después de que nosotras saliéramos de Comisaría, mientras estábamos en aquella sala atestada de mujeres que Aurora decía que no eran como ella. Se lo llevaron esposado de su propio hospital, para escándalo de propios y extraños, y permaneció en los calabozos hasta que le trasladaron al Juzgado. Después, volvió a su casa en un coche, donde ya estaba Aurora esperándole y, sin darle tiempo a que ella le explicara que había retirado la denuncia, la atacó con saña con su propio bisturí. Seguidamente, telefoneó a la Policía para contarles muy compungido que alguien le había robado su instrumental y había atacado con él a su esposa. Ni siquiera tuvo el coraje de confesar la verdad, ni mucho menos el valor de suicidarse. No obstante, no pasó mucho tiempo hasta que el barrio entero presenciara como se lo llevaban engrilletado.

Ahora, sólo puedo ver a Aurora a través de la ventanita de la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital donde se halla ingresada, dos veces al día durante media hora escasa. Sé que es ella porque me lo han dicho, y porque lleva su nombre la etiqueta identificativa que hay junto a su cama, pero me resulta difícil relacionar a mi amiga con aquella amalgama de vendajes y tubos que la mantienen a duras penas a este lado del mundo de los vivos. No sé si su cuerpo se recuperará alguna vez, pero dudo que su alma se recupere.

Juan, según me han contado, está en la cárcel, pero a mí eso ya me da igual. Tejió su dorada tela de araña y quedó atrapado dentro, pero dentro quedó también Aurora, debatiéndose entre la vida y la muerte en un maremágnum de tubos y cables. Y dentro quedaron sus hijos, que nunca alcanzarán a comprender lo sucedido. Dentro han quedado también los padres de Juan, estupefactos entre la culpa y la vergüenza, y los padres de Aurora, destrozados por el dolor de su hija y más destrozados aún por no haber sabido distinguir las señales del calvario de su propia hija.

Y dentro he quedado yo, que no pude o no supe hacer nada para evitar esto, que quizás inconscientemente lo he provocado, que nunca sabré si debí actuar de otra manera. Todos nosotros hemos quedado marcados para siempre, enredados en la telaraña de Juan, y, al fin y a la postre, encarcelados como él, cada cual con sus propios barrotes.

Cuando abandono el hospital hasta mañana, noto un bulto extraño en mi bolsillo. Al palparlo, me doy cuenta de que son las gafas de sol de Aurora, que se dejó en el taxi y yo recuperé. Había decidido entregárselas a su hija, pero lo pienso mejor y las tiro a un contenedor, después de haberlas destrozado a pisotones. No quiero que sirvan para que nadie vuelva a esconder su tragedia detrás de ellas.

 

 

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