Llegadas estas fechas, todos los teatros dan su función benéfica. Con diversos fines, desde la lucha contra el cáncer o cualquier otra enfermedad hasta la recogida de alimentos o juguetes para los que no pueden tenerlos, los escenarios se engalanan con luces navideñas y tratan de recoger fondos con tan loable propósito. Al mismo tiempo, transmiten –o tratan de hacerlo- un mensaje de paz y amor que ojala durara todo el año.
Así que, desde este escenario, también queremos representar nuestra función benéfica. No podía ser de otro modo, porque las togas también tienen alma, la de cada uno de los que día a día las usamos con la intención de hacer de éste un mundo mejor. Y, aunque podría haber escogido cualquier otro fin, me he inclinado por dedicar mis desvelos a aquéllos que no pueden vivir la Navidad porque llegó un día que olvidaron lo que era: los enfermos de Alzheimer. Personas en cuyas mentes un hado maligno introdujo una goma de borrar y poco a poco hizo desaparecer todos sus recuerdos. Todas esas personas que nos quieren pero lo han olvidado, pero a las que sus seres queridos no olvidan querer.
Desde las redes sociales, que también tienen alma y hasta su gorrito de Navidad, me llega una iniciativa que ha llegado a la mía. Un simple click a este enlace http://marketingnize.com/navidad-2014/ y nos descargaremos un encantador Belén al tiempo que ayudamos a la lucha contra tan terrible enfermedad. Y otro click para aportar un donativo. Un buena obra de Navidad buena y bonita.
Así que el estreno de hoy será especial. Un relato que bien podría ser un argumento para nuestro teatro, y que en su día tuve el honor de que recibiera un premio de una asociación que apoya a los enfermos de Alzheimer y sus familias. Aquí os lo dejo. Sólo os pido que, en lugar del consabido aplauso u ovación, deis esta vez un click, o dos, a ese Belén de que os hablaba.
Relato ganador del 2º premio del Certamen Literario AFAEX “Más allá de la memoria” (Lucha contra el Alzheimer) Badajoz, 2013
LA VUELTA DE CLARA
- Te traigo todos estos cuentos, quizás alguien los podrá utilizar.
- Pero, ¿qué ha pasado?
- Ya no los necesito…
Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas en ese momento. Pero desde que entró por la puerta yo ya sabía que algo terrible le había pasado. Y no me equivocaba.
Lucía era uno de los pocos clientes habituales que tenía mi modesta librería de barrio. Desde hacía mucho tiempo, más del que podía recordar, Lucía visitaba mi pequeña tienda todos los viernes del año, sin faltar ni uno, y se llevaba un libro de cuentos infantiles. Eran para una sobrinita suya llamada Clara a la que jamás ví, pero me gustaba imaginarla junto a una niña pequeña que esperaba ansiosa la vista de su tía con el cuento que cada semana le regalaba. Yo fantaseaba con aquella criatura que, más allá de la tecnología de su tiempo, sabía disfrutar de la lectura. Y escogía los mejores cuentos, los más bonitos, los más brillantes, para no decepcionar a aquella niña a la que nunca conocería.
Fue aquel día cuando supe que jamás tendría oportunidad de conocerla. Lucía simplemente asintió cuando le pregunté si Clara se había ido para siempre. Y me entristecí más de lo que era capaz de reconocer con la idea de que Lucía ya no visitaría mi local…
No fue hasta unos meses más tarde cuando supe que Lucía nunca tuvo una sobrina. Por casualidad, apareció en mi librería una amiga suya, que en un par de ocasiones le había acompañado. Como la recordaba, le pregunté por ella, y me interesé sobre si había superado la pérdida de su sobrina Clara .La amiga me miró con cara de infinita sorpresa y me dijo que la sobrina en cuestión nunca existió. Cuando vio mi expresión, creo que comprendió lo que pasaba, y me invitó a un café, que acepté sin dudar.
Supe por boca de su amiga que los cuentos infantiles que compraba Lucía no eran para ninguna niña, sino para una mujer de más de ochenta años, su abuela. Abuela y nieta siempre habían estado muy unidas, y Lucía estuvo más pendiente de ella que nadie cuando el tiempo empezó a arrebatarle la memoria. Mucho antes de que el médico diagnosticara la fatídica enfermedad, Lucía ya intuyó lo que pasaba. Primero fueron pequeños olvidos, luego, dificultad en encontrar las palabras adecuadas en cada momento y, antes de que se quisieran dar cuenta, una fuerza más poderosa que un ciclón acabó borrando la mayoría de los conocimientos que le había llevado aprender toda una vida. A Lucía le costó asumirlo, pero más aún le costaba resignarse a tratar a su querida abuela como otros hacían, como un animalillo al que se cuidaba con cariño pero al que no se comprendía. Lucía se empeñó en entrar en su mundo, en seguir compartiendo con ella tardes de merienda y charla, y al final lo consiguió. Encontró la clave el día que su abuela, que ya hacía tiempo que no la reconocía, la llamó Clara, y la reprendió por llevar los labios pintados. Lucía le siguió la corriente, y se percató de que la trataba como si ambas fueran niñas pequeñas, escondiendo sus secretos a sus madres. Así que le preguntó a la suya quién era Clara y aunque le costó un poco, finalmente lo descubrió. Clara fue la amiga de la infancia de su abuela, una niña que vivía en la casa vecina y con la que compartió sus juegos hasta que un día desapareció, recién cumplidos los once años. Jamás supo que fue de ella, pero en aquella época convulsa, en plena Guerra Civil, cualquier cosa podría haberle pasado, podría haber muerto en algún bombardeo, o haberse exiliado del país con sus padres, o incluso podría ser alguno de aquellos niños de la guerra que enviaron a Rusia de los que hablaron los periódicos.
Así que, como la caprichosa memoria de su abuela se obstinó en volver a aquel tiempo, ella decidió ser su compañera de viaje, y asumir la personalidad de Clara, la amiga perdida. La cosa funcionó y, aunque no siempre la reconocía como Clara, la mayoría de los días su abuela era feliz volviendo a la infancia con su amiga del alma, y ella también lo era. Precisamente por eso, pensó que leer libros juntas sería una gran idea y, como en casa no encontró ninguno que le pareciera adecuado, empezó a frecuentar la librería en busca de cuentos que le gustaran. Resultó ser una gran idea. Era maravilloso verla disfrutar con aquellas páginas de Caperucita, Cenicienta, La Sirenita o Los Tres Cerditos como si no conociera la historia, y Lucía supo disfrutar con ella como si también volviera a ser una niña. Su madre no entendía cómo no lo pasaba mal viendo cómo aquella mujer que estudió tanto, que fue una de las primeras en tener una carrera universitaria, que fue una pionera en su tiempo, hacía cosas propias de una niña de menos de ocho años. Pero Lucía no pensaba así, Lucía era feliz de poder seguir disfrutando de su abuela y de haber encontrado la manera de meterse en su mundo.
Pero aquel cuerpo de ochenta años ya no pudo aguantar la vitalidad de una mente de ocho, y un día, sin que nadie pudiera remediarlo, quiso saltar como la niña que llevaba dentro y se quebró su cuerpo envejecido. Sobrevivió a la caída, pero no a la operación para restaurar sus huesos fracturados. Y se marchó de ese mundo que ya no era el suyo, dejando a Lucía un vacío más grande del que nadie pudiera imaginar.
Ahora ya hace un par de años que Lucía perdió a su abuela, y quiero pensar que yo le ayudé a superarlo. Tras conocer la historia que encubría la sobrina imaginaria, la busqué. Pronto dí con ella, y le conté lo que sabía, y lo que me habían impresionado ella y su fantástica relación con esa abuela a la que idolatraba. Y poco a poco, también nosotros iniciamos una fantástica relación.
Pero quería hacer algo especial que le devolviera la alegría, un regalo que nadie podría hacerle. Y tuve suerte. Indagando por el barrio, no me fue difícil encontrar lo que buscaba..
Y hoy precisamente, el día en que Lucía y yo vamos a unir nuestras vidas, voy a darle mi regalo….
Cuando Lucía ha entrado y ha visto a una desconocida mujer mayor, se ha quedado muy sorprendida. Pero como yo ya sabía, sus palabras le han devuelto algo que había perdido dos años atrás:
– Hola Lucía. Me ha encantado saber que has ocupado mi sitio en mis juegos de niña. Gracias por devolverme a una infancia que siempre añoré…
Aquella mujer era la verdadera Clara, que no había muerto en ningún bombardeo ni se había ido a Rusia. Simplemente, emigró junto con sus padres en busca de cobijo en el pueblo de unos familiares, en donde apenas les afectó la guerra. Hacía ya mucho tiempo que regresó a la ciudad, pero nunca volvió a coincidir con su amiga de la infancia. Y ahora, Lucía se la había devuelto. Y Lucía había reencontrado a su abuela en los recuerdos de Clara. Y eso no se lo arrebataría nadie. Al final, el olvido que quiso invadir en la mente de su abuela había perdido la partida.
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