
¿Cómo veríamos el mundo si nos hubiera tocado vivir otra vida? Algo así es lo que quería contar hoy, a través de un relato. Ojala sirva para, además de disfrutar, reflexionar un poco, que nunca está de más.
A LOS PIES DEL MUNDO
Vivo a los pies del mundo, como no podía ser de otra manera. Soy una zapatilla.
Y no, no hablo en sentido figurado. Es más, no hablo en ningún sentido porque, como todo el mundo sabe, las cosas no pueden hablar, y las zapatillas no somos una excepción. Pero las cosas, a veces, conseguimos que alguien con la suficiente imaginación nos haga de voz, aunque no tengamos boca. Y yo tengo muchas cosas que contar, porque vivir a los pies del mundo da una perspectiva diferente.
Me convertí en lo que soy hoy, una deportiva bastante lujosa, en un lugar remoto. Debe ser muy lejano por el tiempo que tardé, y las vicisitudes pasadas, hasta lograr llegar a algún sitio. Era un cuartucho pequeño, oscuro, mal ventilado y hacinado de gente. Nunca, nunca, estaba vacío. Constantemente se oía ruido mecánico, y las conversaciones eran pocas y en voz muy baja, como en susurros. Las personas que allí había eran de todas las edades, desde niños hasta ancianos, y muy pocas veces levantaban la cabeza. Yo entonces no podía comparar, pero, después de todo lo que he visto, puedo describir aquel lugar como infinitamente triste. Y, lo que más me llamaba la atención era que todos, absolutamente todos, iban descalzos. Que ya es contradicción que la gente que hacía calzado no llevara zapatos en sus pies, pero así era. En cuanto a lo que allí decían, no lo sé muy bien. También ignoraba yo, por aquel entonces, que la gente hablara en lenguas diferentes, y aunque las zapatillas lujosas, como yo, podamos ser muy listas, aún no estaba preparada para entenderlo todo. Pero, en cualquier caso, se hablaba poco y se trabajaba mucho, un run run incesante sólo interrumpido, muy de vez en cuando, por voces más altas de alguien que daba las órdenes en un tono airado.
Cuando ya estuve terminada, incluidos unos preciosos cordones morados que son todo mi orgullo, me metieron en un espacio oscuro, que hoy sé que es una caja, no sin antes notar que unos deditos pequeños se encargaban de introducir mis preciosos cordones por los correspondientes orificios.
Después de esto, la oscuridad. En mi caja, junto a mi pareja que, aunque es igual de bonita que yo, no es ni la mitad de lista, noté como caían sobre nosotras miles de bultos, como nos llevaban de un lado a otro para finalmente, muy apretadas, instalarnos en algún espacio oscuro, pequeño y sin ventilación, donde permanecí mucho tiempo. Ahora estoy en condiciones de afirmar que era el contenedor en el que viajaría hasta mi destino final, en otro continente muy lejos de aquel donde había tomado forma.
Por fin llegué a mi destino. Me cogieron, siempre dentro de mi caja y junto a mi muda gemela, y me apilaron nuevamente, esta vez con mayor comodidad y espacio, y con un número mucho más reducido de compañeros de viaje. Y fui a caer en una habitación cerrada, pero mucho más bonita de todo lo que hasta entonces había conocido. Por lo que decían las personas que nos llevaban, aquello se llamaba almacén.
Pero no duró mucho mi estancia en aquel sitio. Muy pronto, alguien alzó la caja en donde me habían encerrado y la subió a otra habitación mucho más bonita todavía. Por fin, abrieron mi caja y me quedé extasiada ante lo que vi. Era un sitio brillante, con armarios de cristal donde la gente miraba, y varias personas igual vestidas y perfectamente calzadas que hablaban con todo el mundo con una sonrisa en la boca. Para mi alegría, me sacaron a mí –solo a mí- de mi cárcel de cartón y volvieron a meter en la caja a mi gemela, llevándosela nuevamente en dirección a aquel lugar llamado almacén. En cuanto a mí, una chica de manos suaves me cogió con cuidado, y, tras acariciarme, me dejó colgada en un estante, junto con otras muchas zapatillas, todas lujosas como yo, pero todas diferentes. Aquello era la gloria. Tenía un estante para mí sola, tenía luz, veía todo lo que pasaba y, encima, pasaban delante de mí un montón de personas, que me miraban y me admiraban.
Mi vitrina se convirtió en un maravilloso observatorio donde pasé parte de los mejores días que recuerdo. El ir y venir de gente era incesante, y la mayoría de los que pasaban me dedicaban al menos una mirada, muchas veces un comentario, e incluso me cogían, me tocaban y me acercaba a mi verdadero destino cuando alguien se atrevía a colocarme en su pie.
Estuve un buen rato en el pie derecho de una niña preciosa, que hablaba de mí como si fuera la cosa que más deseaba del mundo. Ella era maravillosa, y yo quería con todas mis fuerzas irme con ella, pero la mujer que iba con ella, más grande y de voz más fuerte, dijo autoritariamente que no, que yo valía mucho dinero, que ella no había sacado buenas notas y que no se merecía algo tan caro. Mi dueña ideal soltó una lagrimita y yo casi me muero del disgusto, pero tuve que resignarme a regresar a mi vitrina.
Hubo mucha más gente que trató de llevárseme y, casi siempre, acababan devolviéndome a mi sitio con la misma canción de que yo costaba demasiado. Hablaban de algo llamado crisis, que no sé lo que es, pero debe ser muy importante, ya que al nombrarlo todo el mundo se ponía serio y hacía gestos de asentimiento, incluidas las alegres dependientas que cuidaban de mí con tanto esmero
Ahora ya sé que aquellas chicas que se ocupaban de vigilarme constantemente eran las dependientas, y llegué a tomarles cariño. Hablaban mucho entre ellas. Una se llamaba María, y era alegre como el cascabel del cordón de una de mis compañeras de vitrina. Siempre contaba cosas divertidas, era cariñosa con todo el mundo, y en su cara habitaba sempiternamente una sonrisa. La otra, Deborah, sólo sonreía cuando atendía a la gente, y el resto del tiempo tenía una expresión sombría en la cara. Hablaba poco, aunque de vez en cuando contaba a María cosas en voz baja, y de cuando en cuando lloraba. Deborah venía a veces con unas gafas de sol muy grandes, y en un par de ocasiones pude ver como tenía un cerco morado alrededor del ojo, aunque entonces María la metía rápidamente en el cuarto de baño y le pintaba la cara con algo que lo disimulaba. Como yo podía escucharlas la mayor parte del tiempo, pronto supe que Deborah tenía un novio malísimo, que le pegaba hasta hacerle aquellos morados en los ojos y en otras partes del cuerpo, y que él era la causa de las lágrimas que ella derramaba. Yo odiaba a aquel ser que no había visto nunca, y no alcanzaba a comprender por qué Deborah seguía estando con él, pero, claro, yo sólo soy una zapatilla que no entiende de sentimientos. Un día, Deborah faltó a la tienda, y a partir de ahí no vino más. María se quedó sola, y se borró de su cara la sonrisa que siempre tenía. No pude saber qué había pasado, pero estaba segura de que aquel novio de Deborah tenía algo que ver. Pero no la volví a ver.
Después de la desaparición de Deborah, y de que miles de personas más me cogieran, me dejaran, me probaran, suplicaran por llevárseme o me rechazaran, María me cogió suavemente en sus manos, y me colgó un cartelito. No podía leerlo, pero no tardé en saber que ponía “cincuenta por ciento”, y ésa era una frase que hacía muy feliz a la gente.
Regresó la dueña que yo ansiaba, la chica maravillosa que lloró porque no me iba con ella, y consiguió convencer a la mujer que la acompañaba, a quien llamó “mamá” para que, esta vez sí, fuera a parar a sus pies. Ignoro si fue el cartelito que me habían colgado, o que la chica ya no tenía malas notas, o que la crisis aquella ya no existía, pero lo bien cierto es que no tardó ni cinco minutos en colocarme en su pie. Subieron a mi gemela, y abandonamos el lugar en los pies de mi nueva dueña, de la que pronto supe que se llamaba Inés. Me entristecí un poco al separarme de María, más aún cuando ella no me dedicó ni una sonrisa, pero lo olvidé, llevada por la dicha de haberme marchado con Inés.
Ahora veo el mundo desde abajo, casi todo el tiempo en los pies de Inés, que me hacen vivir aventuras fantásticas y conocer lugares que nunca había visitado. Y hoy me ha pasado algo fabuloso. Hemos ido al cine y, cuando íbamos a entrar, he visto una cara que me resultaba familiar. La chica que nos vendió la entrada era Deborah, Su pelo era de otro color, y ya no tenía cercos en los ojos ni llevaba gafas de sol. Y, lo mejor de todo, tenía pintada una sonrisa tan grande en la cara que casi me impide reconocerla.
Lo único que me daba pena era no poder buscar a María, la dependienta que tanto me cuidaba, y contárselo. Pero pronto descubrí que, aunque hubiera podido hacerlo, habría llegado tarde. Cuando pasamos una tarde por su tienda, su cara volvía a ser la de antes. Y su risa, también. Una chica sin cercos en los ojos ni gafas de sol se estaba probando unas zapatillas. Y, aunque no eran ni la mitad de bonitas que yo, por un momento las envidié.
Tan precioso relato que envidié ser unas zapatillas…
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Muchas gracias!!
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