Frustración; la niña que nunca fui


Hoy, en nuestro teatro, un relato. No es un hecho real, aunque podría serlo. O tal vez sí lo sea…

           Siempre me gustó soñar. Soñaba que era la niña más querida del mundo, la adorada de sus padres, el juguete de la familia, la joya de la corona. Soñaba que se sentaba junto a mí para hacer conmigo unos deberes para los que no necesitaba ayuda, pero que fingía requerirla para disfrutar de ese momento.

            Soñaba que tenía una casa preciosa, por donde entraba la luz a raudales y donde nadie nunca alzaba la voz. Soñaba vivir en un mundo de susurros donde bastaba una mirada para entenderse y una sonrisa para comunicarse.

            Soñaba que era feliz.

            Pero los sueños no so otra cosa que eso, sueños. Por eso dejan de serlo si se convierten en realidad. Y yo soñaba que los sueños dejaban de ser sueños para convertirse en una realidad hermosa.

            No tuve suerte. Por más que lo deseaba, nadie se sentaba por las tardes a hacer los deberes con una niña que se creía una princesa y a la que consideraban la joya de la corona. No había luz que pudiera con aquella oscuridad densa y pesada que formaba parte de la casa, aunque las ventanas estuvieran abiertas de par en par. Y tampoco había manera de que los gritos cesaran en aquel ambiente donde la palabra paz era mucho más lejana que una quimera.

            Y, aunque los sueños a veces se cumplen, los míos nunca lo harían. Porque yo nunca llegué a existir.

            Yo también fui parte de un sueño, un día no demasiado lejano. Yo era lo que más deseaba mi madre, aquello por lo que estuvo rezando a un dios en el que no creía y en el que casi volvió a creer cuando supo de mi existencia. Yo era la razón por la que llegó a decir que los sueños hay veces que se cumplen. Yo era lo que más deseaba del mundo.

            El lo sabía. Sabía que mi madre era capaz de aguantar todo, de resistir todo, de sufrir todo, con tal de hacer realidad su sueño de tener una hija. Y que lo que ella creyó que era su fortaleza, se convirtió en su mayor debilidad. Y yo pasé de ser, de la noche a la mañana, de un sueño cumplido a un talón de Aquiles. Aunque mi madre no lo comprendió hasta que no fue demasiado tarde.

            Sobreviví al primer embate. En aquel primer golpe, mis ganas de vivir y sus ganas de que yo viviera fueron suficientes para anular el ataque de la bestia. Sufrí, pero logré evitar el río rojo que hubiera supuesto mi final y el suyo.

            Pensamos que le habíamos vencido. Creíamos, como tantas veces se dice, que habíamos ganado la guerra cuando solo habíamos ganado una batalla. Una sola, de las muchas que vendrían.

            La segunda vez, la cosa quedó en tablas. La vida y la muerte ejecutaron una danza macabra que ganó la primera, aunque durante varios días parecía que iba a ser la Parca la que se llevara el gato al agua.

            Esta vez, sin embargo, no salé indemne de la batalla. Mi madre supo, en cuanto estuvo en condiciones de asimilar la noticia, que algo en mí se había quebrado para siempre. Sobreviví, sí, pero no fue gratis. Tendría que pagar mi peaje incluso antes de haber visto la luz por vez primera.

            A ella no le importó. Seguía queriéndome y queriendo que convirtiera en acto mi potencia, que me convirtiera en el escudo protector de todas sus penurias y quebrantos. Deseaba tenerme como nunca había deseado otra cosa y estaba dispuesta a enfrentarse a todo para conseguirlo

.           No necesito mucha imaginación para hacerme una idea de los planes que tenía para mí. Yo estudiaría la carrera que quisiera, pero tendría esos estudios que a ella le negaron las circunstancias. Pero antes de eso, disfrutaríamos de toda mi infancia. Me haría lazos en el pelo y vendría a ver mis funciones de fin de curso donde, por supuesto, yo sería la protagonista por ser la más bonita y la que mejor cantaba y bailaba.

            Sé que todos estos planes de futuro le servían para exorcizar un presente donde las pesadillas sustituían a los sueños, un universo de gritos, golpes y humillaciones.

            Pero él no se conformaba con destrozar su realidad diaria, y también acabó por destrozar sus sueños. Y un día, mientras dormía, una patada tras otra, un puñetazo tras otro consiguió construir un río de sangre por el que la vida que se estaba formando en su interior se escapaba a borbotones.

            Nunca llegué a ver la luz. En realidad, ni siquiera sé si llegué a ser otra cosa que un sueño esperanzador en la triste vida de mi madre. No pude darle lo que ella esperaba porque nunca llegué a existir.

            No obstante, una parte de mí se quedó en ella. Una parte que, sin saberlo, empezó a ocupar cada vez más trozos de ella hasta invadirla por completo. Y un día, cogió las cosas que un día iban a ser para mí y las que siempre fueron suyas y se fue hasta la puerta.

            El no la dejó siquiera abrirla, pero ella, por primera vez en mucho tiempo, no se arredró. Sacó el cuchillo jamonero con el que tantas veces le había hecho la comida y lo empuñó de cara a él, con los ojos brillantes

  • Si no te apartas de esa puerta, te juro que te mato

            De su cuerpo de siempre salía una voz nueva, una voz que yo conocía de los tiempos en que vivía en sus sueños.

            El la dejó pasar, no sé si porque temía que cumpliera sus amenazas o porque la sorpresa le paralizó. Ella no miró atrás ni una sola vez, ni siquiera cuando aquella voz que había poblado tantos días y noches de pesadillas trató de hacerla desistir

  • Te arrepentirás

          Ella sabía que no se arrepentiría, que de lo que se arrepentiría sería de quedarse, de caer otra vez en la trampa de esas redes que cada día que pasaba le apretaban con un nuevo e intrincado nudo.

            Nunca se arrepintió. Ni siquiera durante esa época en que él fingió que había vuelto a ser el hombre que ella conoció mucho tiempo atrás, el hombre del que se enamoró o del que creyó enamorarse. La llamaba, le enviaba cartas, y regalos y flores. Hasta una vez se plantó debajo de su casa con un trío de músicos que interpretaban la que fue su canción.

  • He cambiado. ¿No lo ves? No puedo vivir sin ti

           Le costó no caer en la trampa. Se sentía mal por no darle esa nueva oportunidad que él le imploraba varias veces a la semana. Pero llevaba tantas oportunidades desperdiciadas en su mochila de recuerdos, que no quedaba sitio para una más. Conmigo se disparó el último cartucho.

            Pero él tampoco se conformó con eso. Cuando se agotó su arsenal de muestras de amor que pretendían provocar compasión, se sacó de su inagotable manga el de muestras de fuerza que provocaban miedo.

  • Si no vuelves conmigo, te arrepentirás. No te dejaré ser feliz si no es conmigo

             Casi lo consigue. Es difícil ser feliz cuando se vive con el miedo enganchado a la garganta, y hay que poner mucho empeño en lograrlo. Yo trataba de colarme en sus sueños para ayudarla, pero no lo conseguía. Poco a poco, parecía haberme olvidado. O, al menos, parecía no necesitarme. Y yo, aunque tenía un poco de nostalgia, me alegraba por ella.

            Ella logró resistir, y más que eso. Pasó de sobrevivir a vivir y, aunque de vez en cuando alguna señal le recordaba que su cuerpo fue el templo del miedo, la mayoría del tiempo la ocupaba construyendo su nueva vida.

            Había momentos, no obstante, en que las pesadillas regresaban. Bastaba oír un nombre, respirar un olor o percibir un ruido para que las alertas se activaran. Sobre todo, cuando el sonido de una llave girando en una cerradura le recordaba el terror que se apoderaba de ella cada vez que él entraba en casa. Las cicatrices del cuerpo sanaban, pero a las del alma les costaba mucho más

            Ya hacía tiempo que había dejado de hacerme lazos y vestirme de princesa en sus sueños cuando apareció ella. Un buen día, fui testigo de cómo ponía en práctica todo lo que había ensayado conmigo en nuestro mundo imaginario. Un buen día, después de oír como cantaba la canción de cuna que nunca llegó a cantarme en voz alta, supe que mi misión había terminado. La niña que nunca fui se había convertido en la princesa destronada.

            Ahora había una niña de verdad a la que adornar con cintas y puntillas. Una niña que vivía en el mundo real y no en el de los sueños, una niña que veía cuando abría los ojos y no cuando los tenía cerrados.

            Por fin había conseguido su sueño, ser madre. Pero al serlo había comprendido que no se trataba de una vía de escape, sino de mucho más, que ser madre no era un refugio ni un consuelo sino una decisión de cómo vivir la vida.

            Confieso que sentí celos de aquella niña. Que la niña que nunca fui envidiaba a aquella niña que sería siempre, a partir de entonces. Ella era feliz con su nueva vida y su deseada hija. Yo ya no era más que una sombra de un pasado que no había de volver.

            Pero, aunque la niña no lo sepa y la madre lo haya olvidado, yo sé que si están ahí es, al menos en parte, gracias a mí. Porque tal vez sin mí nunca hubiera tomado la decisión que marcó el rumbo de su nueva vida, porque sin aquel río de sangre nunca se hubiera formado este nuevo río de vida en el que vive.

            Hoy la niña que nunca fui se ha vuelto a asomar al balcón de sus sueños. Ha fundido en una sola la imagen de los lazos que me hacía con los que la hacía a ella, de mis trenzas con sus trenzas para soñar muy alto, muy lejos. Será ingeniera, arquitecta, médica o abogada. O quizás astronauta ¿por qué no?

            Hoy he descubierto, por fin, que ella y yo siempre fuimos la misma. Y que estaremos a su lado siempre. A uno y otro lado de sus sueños

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