
Salma y Luis
Ya me había acostumbrado, pero al principio no entendía aquel comentario que todo el mundo hacía al conocernos. Se tratara de quien se tratara, nos miraba con condescendencia y, como si hubiera descubierto la pólvora, decía:
-Anda, como la película
Tardé varios meses en saber a qué película se refería, y varios meses más en verla, aunque confieso que no me enteré demasiado. Pero si una cosa sí tenía bien interiorizada, era cómo fingir que algo me gustaba.
Lo aprendí de niña. Cuando mi padre, después de varias semanas sin aparecer por casa, traía unos caramelos de miel que no me gustaban nada, mi madre me pellizcaba
-Salma, dale a papá las gracias y dile cuánto te gustan.
Los odiaba. A los caramelos, desde luego. A mi padre, también. Y llegó un punto en que odiaba a mi madre. No entendía por qué no se rebelaba, porque asumía aquel destino de criada de un hombre que no solo la trataba mal, sino que también la maltrataba. Con sus hechos, con sus palabras y también con sus silencios.
Aguanté. No me quedaba otro remedio. Esa era la vida que me había tocado vivir, con esa tierra que seguía teniendo las mismas costumbres que hacía un millón de años, y esa familia que era una prolongación de la tierra. Pero cuando, recién cumplidos los dieciséis años, mi madre me dio la noticia, supe que era el momento de no aguantar más
-Tu padre te ha concertado una buena boda. Has tenido suerte, el novio es rico y bien parecido y solo tiene cincuenta y seis años. Nada de esos abuelos con los que se han casado tus primas, que, además de mayores, no tenían apenas donde caerse muertos. Has tenido suerte.
¿Suerte? ¿Cómo se atrevía a llamar suerte a la obligación de casarme con un hombre que podría ser mi padre, o mi abuelo? ¿Un tipo al que jamás había visto y respecto del cual a lo más que podía aspirar era a que no me pegara ni me violara todos los días? Maldita mi suerte.
Fingí una vez más. No hice ni un mal gesto y disimulé mi asco del mejor modo que supe. Solo quería ganar tiempo para huir de ese destino al que no pensaba resignarme de ninguna de las maneras.
Entonces me acordé de Luis, aquel chico alto y sonriente que trabajaba para la ONG que ayudaba en mi tierra. Había hablado varias veces con él, y siempre me dijo lo mismo
-Si algún día quieres dejar todo esto, no tienes más que decírmelo
Y se lo dije. Me las compuse para fingir, una vez más, que necesitaba ir al dispensario porque me encontraba mal, y le pregunté a bocajarro si estaba dispuesto a cumplir su promesa.
No fue fácil. Tuve que fingir una vez más en casa, donde mi madre se afanaba en los preparativos de una boda que yo esperaba que nunca se celebrase. Fui sumisa, obediente, disciplinada. Incluso mi padre comentó el cambio que había dado desde que iba a casarme. Mi puesta en escena era impecable, aunque la paciencia se me iba agotando.
Luis y sus compañeros lo arreglaron todo para mi huida. Tuvimos que pasar mil peripecias, pero las cosas salieron bien. Fue él mismo quien me acompañó hasta España, mi destino final y el principio de mi nueva vida. Y se convirtió en mi amigo y mi confidente, además de mi compañero de piso hasta que encontrara otra cosa. Nunca se me ocurrió que Luis fuera otra cosa que mi amigo y, por fortuna, a él le sucedía lo mismo.
Éramos inseparables. Él me enseñó los primeros rudimentos del idioma, y me ayudó a encontrar un trabajo a tiempo parcial y una escuela donde aprender todo ese montón de cosas que en mi tierra no enseñaban a las mujeres. Mientras, él y la organización a la que pertenecía tramitaban mi petición de asilo que, según decían, no podrían denegarme por haber huido de mi país para no contraer matrimonio forzado.
Y un día, llegó con una noticia tan mala como la que en su día me dio mi madre
-Te han denegado el asilo. No han considerado probado que huyeras de un matrimonio forzado. Y, además, como vas a cumplir 18 años, ya no se considera matrimonio infantil
Aquello era una sentencia de muerte. Si me devolvían a mi país, mi familia me mataría. Y si no, lo haría yo misma con tal de no afrontar aquel destino maldito. Abrazada a Luis, lloré las lágrimas que llevaba tragándome toda mi vida.
-Hay una solución
-¿Cuál?
-Cásate conmigo. En poco tiempo tendrás la nacionalidad y en cuanto quieras, nos podemos divorciar.
-Pero…
-Todo seguirá igual entre nosotros. Tranquila.
Hoy soy su mujer. Nos presentan en todas partes como Salma y Luis, y la gente sonríe pensando en nuestra romántica historia. Pero seguimos siendo los mejores amigos del mundo. Y nada más.
Yo ahora soy una mujer feliz. O casi. Pero no dejo de pensar que, al final, no tuve otra salida que un matrimonio forzoso. Diferente y mejor del que habían proyectado mis padres, pero no dejó de ser una imposición. Porque no tuve otra elección.