
Cuando alguien habla de “consultas” parece referirse a la consulta del médico, esas que tantas series y películas han protagonizado. El Qué me pasa doctor es mucho más que un título, aunque hay muchas más. El médico y toda su saga o series como La Doctora Queen, Urgencias, Hospital Central o House, entre otras muchas. Aunque las consultas de abogados también tienen su espacio, y nada despreciable, aunque más bien respondan al nombre de bufetes o despachos, entre los que encontramos los de series como Suits, Ally McBeal, La ley de los Angeles y, cómo no, la recordada Anillos de oro. Y es que la actividad profesional siempre ha sido atractiva para el gran público.
En nuestro teatro, los intérpretes fijos nos dividimos en dos categorías: profesionales liberales, como la abogacía y la procura, y quienes tenemos el estatus de funcionarios públicos, como la judicatura, la fiscalía, médicos forenses o LAJs, además del funcionariado propiamente dicho.
Pero hoy no voy a hablar de ellos y ellas como profesionales, sino que voy a dar un giro al foco y me voy a centrar en una parte muy importante, la consulta no como sede física sino como objeto de trabajo. Me ha inspirado este post las frecuentes quejas y cometarios de compañeras y compañeros del otro lado de estrados acerca de esos clientes que pretenden que estén disponibles las 24 horas del día y que, además, se pasman porque les quieran cobrar por hacerles “una simple pregunta”
Vayamos por partes, como siempre. Como hija de abogado, además de licenciada en Derecho y habitante de Toguilandia, yo también he visto esa fea costumbre de preguntar -aquí te pillo, aquí te mato- sobre un tema jurídico y hacer pasar por una conversación entre amigos lo que en realidad es una consulta profesional. Además del matiz de que el preguntante no siempre es amigo. De hecho, si lo fuera, a lo mejor se cortaría de hacer eso. O quizás porque lo hace dejaría de serlo. Todas las opciones son válidas.
La verdad es que tiene poca gracia que cuando alguien está en una boda, en el gimnasio, tomando copas o practicando tai chi o bailes regionales, te venga el espabilado de turno y te diga que tiene un inquilino que no le paga la renta, una duda con la partición de la herencia de la tía Puri, un conflicto con la pensión de su ex o un “problemilla” por ese día en que le paró la policía con el coche y se había bebido hasta el agua de los floreros. Y claro, te quedas sin ver el momento en que los novios cortan la tarta, el gin tonic se te agua, la meditación se va a la porra o te pierdes en los pasos de la jota de Bicorp o el bolero de Castelló. Y te acuerdas de sus muertos o, como diría Chiquito de la Calzada, te cagas en sus muelas, y con razón.
En estos casos, yo recuerdo algo que cuenta mi prima, médica de profesión. Dice que cuando algún conocido le aborda en la calle y le cuenta que le duele el trigémino, o que tiene una mancha en el ombligo o le duele la barriga, le dice que se desnude. La repuesta es siempre la misma: “¿pero ¿cómo me voy a desnudar aquí en la calle?” Y, por supuesto ella responde que es en la calle donde le ha hecho la consulta. Ni que decir tiene que al espabilado se le quitan las ganas de volver a hacerlo, y sería un estupendo modelo para seguir si no fuera que nuestro trabajo es mucho más intangible y menos físico, y lo que leemos son papeles y no el cuerpo humano.
No es fácil explicar que para saber qué hacer ante el inquilino, la herencia, el divorcio o la alcoholemia hay que recorrer un largo camino de aprendizaje. Que no basta con comprarse un par de códigos y poner una placa en la puerta, aunque algún que otro tertuliano parezca creerlo, a la vista de la osadía con la que comentan complejos temas judiciales. Y que, además, esa inversión de tiempo y dinero es nuestro medio de vida. Pero, si nadie se cuestiona que el fontanero cobre por decirte dónde está la fuga de agua, además de por repararla, no debería cuestionarse tampoco que el profesional del Derecho cobre por saber cuál es la cuestión en el asunto que te afecta, además de por tratar de solucionarlo. Sin embargo, siguen diciéndoles eso de “¿me va a cobrar por una simple pregunta?”, cuando en realidad lo que se cobra es la respuesta. Y no cualquier respuesta. De eso se trata.
¿Y qué pasa con jueces y fiscales? ¿Acaso no nos hacen preguntas de ese tipo? Pues, desde luego que sí, y con la misma intención de que no les cobremos nada porque es una simple conversación. En nuestro caso, tenemos la respuesta más fácil, ya que la ley nos prohíbe asesorar por la vía privada. No obstante, hay quien insiste. Si yo no quiero que me asesores, quiero que me digas qué es lo que he de hacer y que redactes el escrito, que a ti no te cuesta nada. Que si quieres arroz, Catalina.
Así que voy a hacer una propuesta que no solo vale para esto, sino para muchas cosas de la vida. Hay que desterrar de nuestro vocabulario la coletilla “si no te cuesta nada”, y premiar con el látigo de nuestra indiferencia a quienes la usen. Las cosas cuestan, se trate de resolver un intrincado problema jurídico o de acercarte en coche a casa de tu prima. Y lo mínimo que ha de hacerse es pedirlas como toca y cuando toca y, por supuesto, agradecerlas. Y, cuando de una consulta profesional se trata, el agradecimiento se traduce en el pago de honorarios, además de un jamón por Navidad si se quiere. En el bien entendido caso de que tanto el pago como el jamón vienen referidos a profesionales de la abogacía. No vaya a ser que alguien piense que estoy reclamando algo para esta fiscalita o cualquier colega, que, como he dicho, ni podemos asesorar ni recibir regalos. Gajes del oficio.
Y ahora, solo queda el aplauso. Y esta vez, como no podía ser de otro modo, va destinado a quienes soportan cada día este tipo de consultas que pretenden disfrazarse de charla de amiguetes. Y con el aplauso, un tazón extra de paciencia. Que buena falta les hace.