Almanaque: cualquier tiempo pasado no fue mejor


Hoy, en nuestro escenario, el estreno de un relato que pudo haber ocurrido no una sino muchas veces. Ojala cosas así no ocurran nunca más

ALMANAQUE

-¿Qué es esto, abuela?

          Mi nieta sostenía en sus manos un viejísimo almanaque. Tenía las hojas amarillentas por el paso del tiempo, y estaba ilustrado con la reproducción de una acuarela de unas falleras de peinetas demasiado grandes y labios demasiado rojos. En concreto, esgrimía con cara de asombro la hoja correspondiente al mes de agosto, con el número dieciséis rodeado con un círculo que en su día debió ser rojo.

            No era la primera vez que alguien me hacía esa pregunta al descubrir aquella hoja del almanaque de falleras de peinetas demasiado grandes y labios demasiado rojos.

-¿Qué es esto, Dolores?

            Todavía podía ver a mi madre, hacía más años de los que querría recordar, con la hoja en su mano y los ojos fuera de las órbitas. Y todavía temblaba al recordar aquel día. El día que cambió mi vida.

            Mi madre estaba fuera de sí. Me miraba con una expresión a mitad camino entre la estupefacción y la furia que no olvidaré jamás. Como tampoco olvidaré su voz al gritarme, una voz que en nada se parecía a la que yo conocía, y menos aún a la que usaba para atender a sus clientas de la panadería.

-Así que era eso -me gritaba- Ahora entiendo porque se te ha puesto esa cara de bollo y ese cuerpo redondo a pesar de que comes como un pajarito. Qué decepción, Dolores, qué decepción más grande

-Lo siento, madre -trataba yo de disculparme- No fue culpa mía, de veras

            Una sonora bofetada me cruzó la cara. El impacto fue tal que se me movió un diente del sitio y comencé a sangrar por la boca. La sangre se mezclaba con las lágrimas y dejaba en mi boca un sabor a hierro y sal que me daba náuseas. Y miedo, mucho miedo.

-¿Y puede saberse quién ha sido el sinvergüenza?

              Tras muchos esfuerzos, conseguí que me dejara explicarme. Entre sollozos, le conté lo que había pasado la noche del 15 al 16 de agosto de 1966, la peor noche de mi vida.

            Aquel día era la festa del pueblo. Había verbena en la plaza, un acontecimiento que esperábamos todo el año como quien espera a Dios. Con la diferencia de que Dios nunca supimos si llegaría, pero la verbena ahí estaba siempre, año tras año, con sus músicos desafinados y sus bailarinas carreras en las medias y con vestidos ajustados, algo que los hombres del pueblo consideraban motivo bastante para gritarles obscenidades y hasta para tratar de pellizcarlas o de meterles mano, a poco que pasaran cerca de ellos.

            Pero a mí todo eso me importaba poco por aquel entonces. Lo que me importaba es que por fin llegaba un día para la diversión, un día en que se me permitía un descanso en aquella rutina odiosa de levantarme a las seis de la mañana para hacer la masa del pan, y pasarme el día despachando en el mostrador mientras la levadura alzaba la masa para volver al obrador en un bucle sin fin. Odiaba tanto el pan, que apenas lo probaba. Y sigo sin hacerlo,

            Aquel día me había puesto mis mejores galas. O, mejor dicho, mis únicas galas. Un vestido de flores bastante anticuado que tanto servía para ir a misa que para bailar en la plaza. Aunque para eso último desabrochaba los botones del cuello sin que mi madre se enterara, y me subía un poco más la falda con unos alfileres del costurero de mi abuela. No estaba bien visto maquillarse, pero me las ingeniaba para conseguir unas mejillas sonrosadas a base de frotarlas y esparcir sobre ella un poco de mi posesión más secreta y más preciada, una barra de labios que compré en una excursión al pueblo de al lado con un dinero que había sisado de la panadería. Fue un riesgo, pero estaba convencida de que valía la pena. Con los labios pintados de rojo me encontraba tan guapa como una artista de cine. Tanto como aquella fallera del almanaque que tenía colgado en mi habitación.

            Me encaminé a la plaza con la ilusión de pasar una noche inolvidable, y, desde luego, lo fue. Pero por algo que en nada se parecía a lo que yo había soñado. Mientras estaba bailando, un chico se acercaba a mí. Debía ser forastero, porque nunca lo había visto, e iba con un grupo de amigos a los que tampoco conocía. Me piropeó y me pidió que bailáramos juntos. Yo le dije que no, porque no le conocía y, sobre todo, porque mi prima Angustias, a la que le habían encomendado que no se despegara de mí en toda la noche, cumplía su función. Pero, en un momento dado, mi prima me propuso separarnos para poder estar a solar con su novio, y yo vi el cielo abierto. Por supuesto, no diríamos nada a nuestras madres, y volveríamos juntas como si nada hubiera pasado. Ese era, al menos, el plan.

            Nada más desapareció Angustias, sonreí a aquel chico y él me volvió a pedir que bailáramos y entonces, por descontado, acepté. Se acercó a mí más de lo que me hubiera gustado y he de reconocer que el aliento le olía a vino rancio, pero quise quitarle importancia. No iba a desperdiciar mi noche con exquisiteces, así que me entregué a aquel baile como si me fuera la vida en ello. Cerré los ojos a la realidad, que no era otra que un tipo que apestaba a alcohol que se me arrimaba sin miramientos, y quise creer que me encontraba ante un príncipe azul.

            Pero el azul de mi príncipe se destiñó pronto y se convirtió en algo muy sucio y muy oscuro. Una oscuridad que iba a durarme mucho tiempo

            El tipo cogió mi mano y me arrastró a un sitio aparatado, lejos de miradas curiosas y de mi prima Angustias, de la que hacía un buen rato que no sabíamos nada

-Vente conmigo. Vamos a alejarnos de todas esas envidiosas que no te quitan ojo

         Dijo exactamente eso. No caí entonces, pero en los miles de veces que he recreado aquella noche espantosa, lo he visto claro. Me envidiaban a mí, pero porque iba con él. Él era el deseado. Yo no valía nada.

            Tal vez si hubiera caído en ese detalle, no hubiera pasado lo que pasó. Pero ya lo dice el refrán. No hay peor ciega que la que no quiere ver.

            Lo que ocurrió a continuación se mezcla en mis recuerdos, Todavía no puedo, a pesar de todos los años que han pasado, recordarlo sin que las ganas de vomitar se mezclen con las lágrimas hasta paralizarme. Como entonces.

            Llegamos a nuestro destino, que resultó ser el bar de los padres de un amigo suyo. Estaba cerrado, pero el amigo se asomó a la puerta y nos dijo que entráramos, que nos estaban esperando hacía rato. Y, como de la nada, aparecieron un par de chicos más, unos chicos a los que jamás había visto más allá de ese día en la plaza. Empecé a asustarme. ¿qué hacían todos ellos allí? ¿Qué iban a hacerme?

-Me voy a casa -dije tratando de salir de allí- No me encuentro bien

-No te asustes. Solo vamos a pasar un buen rato

           Aquella frase confirmó mis temores. Ellos iban a pasar un buen rato, no yo. Me puse a temblar sin remedio. Fue entonces cuando él abandonó su faceta amable y se quitó la careta. Me cogió con fuerza de los hombros

-Ven aquí, zorra. Vamos a dejarnos de jueguecitos cursis y vamos a lo que vamos

           El hijo del dueño del bar me sujetó de los brazos y los otros dos chicos me agarraron las piernas. Ya no tenía escapatoria, así que solo deseaba con todas mis fuerzas que aquello acabara pronto, lo más pronto posible. Que acabara el dolor, y el asco, y la vergüenza.

            No tuve suerte y no se me concedió aquel deseo. Quien yo había creído mi príncipe azul me penetró, sin siquiera quitarme el vestido. Solo me arrancó las bragas y me remangó la falda hasta taparme la cara

-Prefiero no ver tu cara de puta. De puta fea.

              Noté un dolor fuerte, un desgarro que hizo que la sangre resbalara entre mis piernas. A partir de ahí ya apenas recuerdo nada. Solo las embestidas de aquellas bestias, que se turnaban para penetrarme, y el frío del suelo donde me dejaron tirada, en la calle de detrás. Tampoco sé muy bien cómo di con mi prima Angustias, pero nunca olvidaré, en cambio, su reacción

-¿Qué has hecho, loca? ¿Sabes la bronca que me va a caer por tu culpa?

               No tenía ni idea, y tampoco me importaba, Y no llegué a saberlo nunca porque aquella frase fue la última que intercambiamos mi prima y yo. Nunca volvió a dirigirme la palabra.

            Conseguí alcanzar mi cama sin que mis padres se dieran cuenta de nada, Fue entonces cuando rodeé con un círculo rojo aquella fecha en el almanaque que había en mi habitación. Ese almanaque de falleras con peinetas demasiado grandes y labios demasiado rojos que le dio la clave a mi madre para descubrirlo todo.

            Cuando ella me preguntó por el almanaque, yo ya no tenía duda de que estaba embarazada. No había logrado deshacerme de aquello por más golpes que me di, por más vendas que me puse, por más oraciones que recé. Aquella criatura se obstinaba en sobrevivir

-Hay que hacer algo -dijo mi madre con voz áspera- Diremos que te preñó un forastero con la promesa de casarse contigo y luego te abandonó

-Pero, madre, eso no es cierto. Yo no tengo la culpa de lo que me hicieron

-¿Cómo que no? Seguro que provocarías a aquellos chicos, sino no te hubieran cogido. Y si no fue así, tampoco lo creerá nadie. Mejor que te tomen por una tonta engañada que por una cualquiera

-Pero, madre….

-No hay más que hablar. A partir de ahora se hace lo que yo diga. Y a tu padre le explico yo. Tú callada. Y a obedecer sin chistar. Qué vergüenza, hija mía, qué vergüenza…

           Aún me dolían aquellas palabras, la antesala de lo que iba a ser mi vida. Una vida marcada por una violación de la que me culpaban a mí en vez de ellos.

-¿Y la niña, abuela?

-La niña, como habrás adivinado, era tu madre. Al principio no quería ni verla, pero. cuando tenía cuatro años, mi madre le pegó una bofetada por no sé qué tontería, y me dolió como si su manaza hubiera impactado en mi cara. Entonces comprendí que aquella criatura no tenía ninguna culpa, como no la tuve yo. Y no iba a pagar por algo que no había hecho, como llevaba pagando yo toda mi vida. No le destrozaría la vida a mi hija, como mi madre me la había destrozado a mí. Por eso me fui de esta casa, que no había vuelto a pisar hasta hoy

             Mi nieta me abrazó, sin decir nada y lloramos las lágrimas que teníamos atascadas en el alma tanto tiempo. Su madre, mi hija, nos había dejado hacía un mes por una maldita enfermedad, y habíamos ido a esa casa que me pertenecía por herencia para ponerla por fin en venta.

            Giré la llave en su cerradura por última vez mientras mi nieta me cogía la mano. En su puño guardaba, arrugada, la hoja del almanaque que yo había tirado a la basura un rato antes. De un almanaque con falleras con peinetas demasiado grandes y labios demasiado rojos

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