
Partida
Me costó adaptarme a mi nueva vida. Sobre todo, me costó acostumbrarme a la comida. O, mejor dicho, a la falta de ella. Acostumbrada a que nunca me faltara en el plato, mi nuevo estatus me supuso un suplicio. Tenía que ganármela, y eso era nuevo para mí. Tan nuevo como tener que conformarme con cualquier cosa a pesar de que le repugnara a mi fino paladar y a que cayera como una bomba en mi no menos fino estómago, después de años de vida regalada. Pero no pude hacer otra cosa. Las circunstancias me pusieron en el brete de tomar una decisión y sabía que esa era la más acertada. Aunque doliera.
Les echaba de menos. Sobre todo, a las niñas. Echaba en falta hasta sus caprichos, que tantas veces me parecieron incomprensibles. A veces, cuando no podía más, me colocaba junto a su ventana y las observaba desde lejos, en silencio, y trataba de evitar que me saliesen las lágrimas.
No me quedó otra salida que partir, para no partirme en dos, o para que no me partieran ellos. Se me rompía el corazón de oír sus discusiones, de escuchar gritos y reproches donde antes solo había cariño y arrumacos, pero la cosa no tenía remedio.
No fue fácil, pero sabía que no podía seguir así. La obsesión de él por colmarme de manjares iba a acabar con mi salud física, y la de ella de llevarme a los sitios más extraños llena de lazos y con collares cuajados de adornos acabaría con mi salud psíquica. Así que, después de unos meses de andar de un lado a otro, tomé la única decisión posible. Y una noche, aprovechando la oscuridad que siempre fue mi mejor cómplice, crucé el umbral para no volver.
Nunca pensé que llegaría a convertirme en una sin techo, pero no aguantaba más. El hecho de que tuviera que ser un juez quien determinara cómo habría de ser mi vida fue la gota que culminó el vaso. Mi existencia se había vuelto una esclava del calendario y nada más me hacía a la idea de permanecer en un sitio me llevaban a otro, y así una semana tras otra. Yo solo anhelaba permanecer en el mismo lugar, con mis cosas, mi comida, mi mantita y mi sofá, con un paseo de vez en cuando y, como mucho, un traslado a la playa cuando hacía calor y a la ciudad cuando dejaba de hacerlo.
Lo peor eran los gritos. Que si me había dado de comer demasiado, o demasiado poco, que si me llevaba más limpia o más sucia, que si ya no me portaba tan bien como antes. Y la culpa taladrándome las orejas. Ellos se echaban las culpas uno a otro, pero yo llegué a creer que la culpa la tenía yo. Porque las niñas lloraban sin consuelo y de nada servía acariciarles ni ponerles mi mejor cara ni hacerles arrumacos. Ya no me hacían caso.
Ahora, cuando a veces me asomo a la ventana y las veo llorar, o discutir, o gritar, me pregunto si me echaran de menos tanto como yo a ellas. Me pregunto si ellas habrán sufrido tanto como yo con todo esto, y si seguirán sufriendo. Y solo de pensarlo se me hace un nudo en el estómago.
Antes éramos felices. Pero cuando las cosas empezaron a ir mal, me convertí en un problema. Se lo oí decir a los dos. Por eso le dijeron a aquel juez que no me conocía de nada que tenía que arreglar lo que ellos habían estropeado, Y fue cuando estableció los turnos en que uno y otro disfrutarían de mi compañía.
Al principio, creí que aquello sería una bicoca. Que tratarían de mimarme para demostrar con quién debería quedarme, pero lo convirtieron en una competición. Y yo lo último que desea en el mundo era convertirme en un trofeo con el que se golpearan el uno al otro.
Por eso me marché. Ahora vivo en un garaje abandonado, y como de lo que puedo encontrar. Con el tiempo he aprendido a buscarme la vida y, aunque me falten las comodidades de antaño, nadie me usa para dañar a nadie.
Ha sido difícil, y lo sigue siendo. Pero sigo pensando que es mejor vivir tranquila en un garaje abandonado que ser el objeto de discordia en una casa de lujo. Sobre todo, si una es una gatita siamesa necesitada de cariño.
Tenía que partir. De lo contrario, me repartirían hasta dejarme partida en dos mitades.