
Uno de las temas más frecuentes en películas y series de televisión es, sin duda alguna, la corrupción. Por desgracia, es tan real que el mundo del arte no podía ser ajeno a ello. ¿Quién no recuerda el título de aquella serie tan rompedora en su día, Corrupción en Miami? ¿O títulos como Serpico, Leviatán, LA Confidential, La caja 507 o El hombre de las mil caras? Y es que pocas cosas hay tan consustanciales a la naturaleza del ser humano como la capacidad de corromperse. Por triste que parezca.
En nuestro teatro la corrupción tiene un papel protagonista. Por supuesto, como trama de nuestras funciones, que no se me malinterprete. En Toguilandia es donde levantamos el telón para acabar con los corruptos. O para intentarlo, que no siempre puede conseguirse.
No obstante, hay que hacer algunas precisiones. En cuanto a la corrupción, como en tantas cosas, no es oro todo lo que reluce y el divorcio entre el concepto gramatical y coloquial de corrupción no siempre tiene su encaje en el Código Penal, y menos aun con ese nombre. Ya hemos comentado alguna vez que nuestro Código Penal es esquivo a llamar a las cosas por su nombre, como ocurre con la Violencia de Género o los delitos de odio, que en ningún momento son nombrados como tales en nuestro texto punitivo, y todavía menos definidos. Y, por supuesto, la corrupción no iba a ser menos. El delito de corrupción, con ese nombre, no viene en ningún lugar del Código Penal. Lo que no quiere decir, ni mucho menos, que la corrupción no sea punible, aunque haya que encajarlo en los diferentes tipos penales que existen, como la prevaricación, la malversación de caudales públicos, el cohecho o el tráfico de influencias. No podría ser de otro modo.
Pero, como siempre, hay que separar el trigo de la paja, y advertir de esas cosas que parecen corrupción, pero no lo son. O no lo son penalmente hablando. Si alguien coloca a su sobrino de Alpedrete en su empresa, por encima de otros candidatos teóricamente mejores, puede ser enchufismo, una cacicada o una injusticia, pero no es corrupción. Puede, incluso, que el sobrino de Alpedrete sea tan válido como el resto de candidatos, pero el hecho de ser sobrino hace gravitar la sombra del nepotismo sobre su colocación. Y, como dicen muchas veces, hay que hacer gala de eso que se reclamaba de la mujer del César, que no solo tenía que ser honesta sino que parecerlo. Algo con lo que, por supuesto, no estoy de acuerdo, porque el que ha de ser honesto es César, y para gobernar dejemos tranquila a su mujer que no es asunto nuestro.
La cosa se complica si el puesto al que aspira el sobrino de Alpedrete es en una administración pública, y su tío no es el dueño de la empresa sino un alto cargo -o no tan alto- de tal administración. Pues bien, incluso en este caso no será corrupción el hecho de elegir al sobrino sobre otros candidatos si no se han cometido hechos sancionados por el Código Penal para conseguirlo, como puede ser falsedad en documentos, o incluso sobornos a quien corresponda para lograr el objetivo. En otro caso, estaremos en lo mismo: será una cacicada, pero puede no pasar de ahí. O ser susceptible de responsabilidad disciplinaria, pero no penal.
Los delitos de corrupción no son cosa nueva, aunque sea relativamente reciente que se juzguen. Hace unos años, cuando yo empezaba a dar mis primeros pasos toguitaconados, era prácticamente impensable que alguien que tuvo las más altas responsabilidades en un Consejo de ministros o en una Comunidad Autónoma pudiera siquiera sentarse en un banquillo como acusado. Ahora, afortunadamente, lo hemos normalizado. Aunque en realidad no sé si es por suerte o por desgracia, porque aunque sea una suerte que quien la haga la pague como todo hijo de vecino, no lo es tanta que haya tantos ejemplos en nuestra vida judicial reciente. Lo dejaremos, pues en tablas.
Los delitos de corrupción se instruyen, en principio, pero el juez o jueza del partido judicial donde se hayan cometido, según las normas generales que consagran el derecho al juez natural. Solo hay una excepción, y es tan obvia como relativamente frecuente, los aforamientos. Cuando hablamos de determinados cargos, sobre todo cuando se trata de los puestos más altos de la pirámide del poder, puede existir un fuero especial que determine que el instructor no sea el que correspondería sino un órgano superior, normalmente el Tribunal Supremo o el Tribunal Superior de Justicia respectivo. Lo que no quiere decir, en cualquier caso, que se salga de rositas. El órgano en cuestión investigará como lo haría un instructor si no mediara aforamiento.
De todos modos, y aunque parezca otra cosa, no son tantas las personas aforadas como se cree, y el hecho de que cualquier órgano judicial del más pequeño de los lugares deba conocer, causa más de un problema. Puede tratarse de alguien sin ninguna experiencia, recién llegado a la carrera y, por supuesto, de juzgados con escuálidos medios materiales que se ven desbordados por esa lotería del asunto de corrupción que le hay caído en entre manos. Recuerdo el rosario de jueces que se sucedieron uno tras otro en un juzgado de un pueblo de Castellón donde se conocía un asunto gordísimo de corrupción. Algunos medios de comunicación quisieron ver una mano negra que se llevaba a Sus Señorías hacia otros destinos para apartarles del asunto, pero nada de eso. La pura realidad es que cuando alguien llega a su primer destino y se encuentra semejante zapatiesto, sin perjuicio de cumplir con su trabajo mientras está allí, ruega al destino que aparte de sí ese cáliz y pueda concursar a donde sea en cuanto el plazo de congelación y las plazas vacantes se lo permitan. Y no hay que buscar tres pies al gato.
Si hablamos de fiscalía, es otro cantar. La Fiscalía Anticorrupción existe como fiscalía especial -distinta de especializada-, desde 1995, en la época del Gobierno de Felipe González en que se creó por ley 10/95, de 24 de abril, siendo ministro de justicia Juan Alberto Belloch y fiscal general del Estado el magistrado del Tribunal Supremo Carlos Granados. Digo que es una fiscalía especial y no especializada porque tiene, del mismo modo que sucede con la Fiscalía Antidroga, unas características propias. Es un órgano con sede en Madrid y jurisdicción en toda España que pude nombrar fiscales delegados en las fiscalías que tenga a bien hacerlo. Pero, a la hora de celebrar un juicio, tanto puede llevarlo el delegado o delegada del lugar del que se trate, o cualquier otro miembro de la fiscalía anticorrupción. Algo que escapa a la organización de las fiscalías especializadas, que se dividen en secciones en cada fiscalía y son las que conocen de cada delito cometido en cada territorio, como el caso de la Violencia de género. Y es que, como siempre digo, entender la estructura del Ministerio Fiscal tiene una dificultad pareja a entender la fisión nuclear de los átomos, si es que tal cosa existe. Ya querría ver yo aquí a Einstein.
Aunque pueda parecer que peco de corporativista, o que arrimo el ascua a mi sardina, ni que decir tiene que esta especialización facilita enormemente el trabajo de Sus Señorías quienes, sin comerlo ni beberlo, ven caer una causa así en su juzgado. Aunque, por supuesto, hay Señorías que ya saben de corrupción como para escribir un libro, o hasta una trilogía. A la fuerza ahorcan.
Para acabar, hay que hacer hincapié en la diferencia entre delitos económicos y delitos de corrupción. Desde luego, la mayoría de los delitos de corrupción tienen un componente económico importantísimo, pero no todos los delitos con un componente económico importante son delitos de corrupción. No lo son los delitos patrimoniales comunes ni tampoco los fraudes de subvenciones e impuestos, salvo casos muy concretos. La corrupción tiene un plus de aprovecharse de la confianza que el Estado deposita en determinados cargos o funcionarios. En concreto, los delitos de que conocen son delitos contra la Hacienda Pública, contra la seguridad social y de contrabando, prevaricación, abuso o uso indebido de información privilegiada, malversación de caudales públicos, fraudes y exacciones ilegales, tráfico de influencias, cohecho, negociación prohibidas a los funcionarios, defraudaciones, insolvencias punible, alteración de precios en concursos y subastas públicos, delitos relativos a la propiedad intelectual e industrial, al mercado y a los consumidores, delitos societarios, blanqueo de capitales y conductas afines a la receptación, corrupción en transacciones comerciales internacionales. corrupción en el sector privado. y delitos conexos con los anteriores, a lo que hay que añadir los cometidos por grupos organizados -su nombre completo es fiscalía contra la corrupción y la criminalidad organizada- Todo ello conforme al Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, si bien hay que matizar que no basta la comisión de cualquier de los delitos relacionados para considerar que hay corrupción, sino que ha de existir ese plus al que se ha hecho referencia para que las Fiscalía Anticorrupción lo asuma. En la práctica, la línea que separa los delitos económicos de los de corrupción es tan fina que es muy difícil de encontrar.
Hasta aquí, unas pequeñas pinceladas de una materia que a mí, que soy fiscal de sangre, sexo y vísceras, me parece complicadísima. Por eso hoy mi aplauso va destinado a quienes conocen de estos asuntos. Ojalá no fuera necesario su trabajo.