Paseos
Cada día se encontraban en el parque, paseando a sus perritos. Ellos apenas hablaban, solo intercambiaban un saludo y bajaban la cabeza. Los perros, en cambio, trotaban y brincaban sin parar, daban carreras, meneaban el rabo, ladraban y daban volantines descontrolados. No se separaban uno del otro. Ni los perros, ni los amos.
Pero mientras los animales eran espontáneos y disfrutaban de su mutua compañía, mostrando al mundo lo felices que eran juntos, los humanos solo se miraban de reojo para devolver sus ojos al suelo sin pronunciar palabra más allá de un monosílabo.
Sin embargo, ellos también eran felices. Era el único modo de estar juntos y aquellos ratos eran oro puro. El tiempo que pasaron en prisión, después de que alguien les denunciara por “invertidos” fue suficiente para aprender que nunca estarían más juntos más que en esos momentos robados mientras paseaban a sus perros.
Lord y King lo sabían. Por eso instaban con tanta frecuencia a sus amos a salir para cumplir con unas necesidades fisiológicas inexistentes. Ellos eran libres, pero sabían que sus amos solo podían tener un poco de esa libertad unida a las cadenas con las que los sacaban a la calle.
Era el cuento que siempre me contaba mi tío abuelo Germán. La primera vez lo hizo para convencer a mi madre, su sobrina, de que me dejara quedarme con aquel perrillo que había recogido en la calle. Decía que los perros siempre dan mucho más de lo que reciben, y contaba ese cuento que se había inventado. Era un maravilloso contador de cuentos.
Hoy he sacado el cuento a relucir, y se lo cuento a mi nieto, que no consigue que su madre transija con tener un perro. Sé que con el cuento lo logrará, mi hija no se resistirá como no se resistió en su día mi madre. Eso sí, le oculto lo que yo solo supe mucho tiempo después. Que Lord y King existieron, y que están enterrados junto a las tumbas de dos hombres. Uno de ellos es mi tío abuelo Germán