Hoy en Con Mi Toga Y Mis Tacones nos vestimos de Navidad para contar una pequeño cuento. Porque en Toguilandia también es Navidad…
Ahí va el nuestro, uno de tantos #cuentosdeNavidad
Un árbol sin estrella
Siempre había odiado los árboles de Navidad. Desde aquella noche lejana de su infancia en que el árbol dichoso se quedó sin encender. Ese día se acabó la Navidad para siempre. Sus padres fueron en busca de unos ardonos y nunca volvieron. Su madre le dijo que iban a buscar la estrella más brillante para coronar el árbol y, de pronto, le dijeron que las estrellas más brillantes ahora eran ellos. En lo alto del cielo, incapaces de venir a encender aquel maldito árbol que nunca jamás volvería a encenderse.
Su vida cambió por completo. Los abuelos se hicieron cargo, pero ya nada sería igual. Sus padres se esfumaron de su vida como el polvo de estrellas. Y nunca se habló más del tema ni se volvió a celebrar una maldita Navidad.
Pero el tiempo le puso en una encrucijada, que más tarde o más temprano había de llegar. Su hija sacudía sus coletas furiosa porque no ponían árbol de Navidad. Ella quería un abeto brillante lleno de espumillón y luces de colores, como sus compañeros de clase. Quería cantar villancicos y comer turrón como hacía todo el mundo. Y no se conformaba con los regalos que, para taparle la boca, venían haciéndole por estas fechas. Ya se habían acabado las excusas, y también se había acabado la vida de su bisabuela, que se marchó despacito en la mañana de la Nochebuena anterior, incapaz de soportar una vez y otra aquellas fechas que le horadaban el alma. Y su querido esposo no tardó en hacerle compañía, y apenas dos meses después su cuerpo abandonó este mundo, aunque su alma lo había hecho mucho antes.
La niña le explicó muy seria que ya tenía demasiadas estrellas en el cielo, y que ella quería tenerlas también en un árbol de Navidad. No hubo manera de convencerla, por más que recurrieran al chantaje emocional del recuerdo de quienes se habían ido, y al chantaje económico de un rutilante teléfono móvil de última generación. No quería nada. Solo quería celebrar la Navidad.
Y ahí estaba, en medio de un centro comercial, tratando de elegir un odioso árbol de Navidad, mientras su pareja intentaba compensar su mal humor con arrumacos a la niña. No quedaba otra solución. Consensuaron algo más discreto de lo que ella quería y a todas luces más llamativo de lo que hubiera querido, y se llevaron su nueva adquisición a casa.
Adornarlo fue una verdadera tortura, pero aguantó el tipo. Poco a poco, la cara iluminada de la niña iba despejando los nubarrones del alma. Casi sin darse cuenta, desfrunció el entrecejo con el que la había venido obsequiando, y al cabo del rato, ya faltaba poco para esbozar una sonrisa.
Pero fue un espejismo. De pronto, la cara de su madre volvió a aparecérsele, protestando porque se había empeñado en tener una bonita estrella, hasta que la convenció y marchó en su busca. Le cayeron las lágrimas otra vez más. Nunca se perdonaría aquel gesto caprichoso que acabó con la vida de sus padres para siempre. Nunca. Le dolía demasiado el recuerdo.
Mientras Angela leía en voz alta este cuento en su escuela, ganadora del primer premio de historias de Navidad de su ciudad, su padre permanecía en su butaca anegado en lágrimas. Su hija había sacado a la luz su propia historia, la historia de su vida. Le dió el abrazo más fuerte del mundo y fueron juntos a casa. Tenían algo por hacer.
Cuando llegaron, depositó junto al árbol incompleto una vieja caja de cartón, y se la entregó a Angela. Era su regalo de Navidad, un regalo que debió haberle hecho hacía mucho tiempo.
La niña lo abrió ceremoniosamente, consciente por alguna razón de la importancia de aquel regalo. En la caja, una vieja estrella de Navidad, algo oxidada y con las puntas maltrechas. La rescataron aquel aciago día de Nochebuena, entre el amasijo de hierros en que quedó convertido el coche de sus padres tras chocar con un conductor borracho que se dió a la fuga. Desde entonces languidecía en su caja esperando que alguien le diera el uso para el que fue hecha.
Angela cogió de la mano a su padre y, tras ponerle con un beso la estrella en su mano, le pidió que la usara para coronar su árbol incompleto. Y, tal vez fuera su imaginación, pero juraría que dos estrellas titilaron en el cielo.
Desde entonces nunca volvió a faltar en aquella casa la Navidad. Ni un árbol coronado por un estrella oxidada y de puntas maltrechas que ellos veían como la más hermosa del mundo.
Reblogueó esto en Meneandoneuronas – Brainstorm.
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