
Nada es para siempre. Es un dicho que repetimos constantemente, aunque no siempre nos lo creemos del todo. Y así, el cine tiene títulos como Eternamente joven, De aquí a la eternidad o Por siempre jamás, que confirman esa creencia.
En nuestro teatro, tampoco hay nada que sea eterno, aunque a veces haya procedimientos que lo parezcan. No obstante, hoy no iba a hablar de las cosas que parecen eternas, sino de las personas que deberían serlo.
Hace apenas unos días, perdía a mi madre, de la que tantas veces he hablado en estas páginas. Me quedaba sin mi referente, sin mi modelo a seguir, sin tantas cosas que duele con solo pensarlo. Por eso, y como una es una juntaletras de principio a fin, ya le dediqué varios textos en periódicos en los que publico habitualmente, contando que Creía que sería eterna o que estaba atravesando Los momentos difíciles.
Y ahora le tocaba a este escenario, mis escritos más libres y personales. Y mi madre no se podía quedar sin su homenaje toguitaconado. Por eso os contaré y reviviré todos esos recuerdos con ella que están relacionados con nuestro mundo. Algunos ya los he contado alguna vez, pero seguro que me perdonáis que me repita. Incluso es posible que haya quien me lo agradezca.
Y es que, a mi madre, como a la mayoría de madres de opositores, corresponde, por lo menos, la mitad del mérito de haber aprobado primero la carrera y luego las oposiciones. Porque además de obvio soporte económico sin el cual tales cosas no serían posibles, ella me dio mucho más. Compartía mis noches de estudio -cosía mientras yo estudiaba-, ajustaba sus horarios a los míos, soportaba estoicamente mis malos humores y hasta me ayudaba con mis neuras, saliendo escopetada a comprar coca cola, café o ese rotulador sin el cual yo no podía seguir estudiando. Y lo hacía sin perder la sonrisa. Bromeando con que me lo cobraría cuando, una vez destinada en un pueblo perdido, ella fuera quien cuidara las gallinas. Luego el pueblo perdido no llegó y mi primer destino fue, precisamente, Castellón, la provincia donde ella nació, pero no hubo gallinas que cuidar. No falta que nos hacían.
Mi madre, como creo que todas las madres, ha seguido formando parte de mi vida toguitaconada. En el plano intelectual le debo, sin duda alguna, la inspiración continua por la lucha por los derechos de las mujeres. El hecho de que a ella la sociedad de su época le impidiera tener unos estudios para los que estaba más que dotada es algo que ella siempre tuvo presente para impedir que semejante cosa sucediera con sus hijas. Y para mi, como mujer, su caso, como el de toda esa generación, ha sido un acicate constante para no bajar jamás la guardia. Se lo debemos.
Aunque no hace falta ponerse tan profunda. Mi madre era quien estaba pendiente de que mis puñetas estuvieran bien cosidas, quien las restauraba si procedía y quien me recordaba de vez en cuando que la toga iba necesitando un paso por la tintorería que, cómo no, tenía que ser la que ella conocía no fuera a llevarla a cualquier sitio donde me hicieran un desastre.
No obstante, tan vez lo más característico de mi madre ha sido siempre su interés, sus ganas de saber, de conocer y de estar informada, hasta el último de los días de sus casi 101 años. Ella se preocupaba en conocer la actualidad, y en preguntarme por aquellas cosas que no entendía o no comprendía, que no es lo mismo. Porque, como yo le decía, podía explicarle por qué sucedían algunas cosas, qué ley se aplicaba y cómo se hacía, pero no siempre he podido comprender por qué pasan ciertas cosas. Y ella, claro está, tampoco.
Siempre decía, haciendo gala de una más que evidente falta de objetividad, que si su hija pequeña -o sea, yo- mandara en el país, ya vería todo el mundo lo rápido que las cosas se arreglarían. Aunque, a continuación, una vez recuperada la objetividad en todo o en parte, me sentenciaba “pero ni se te ocurra meterte en política”. Así era ella.
He perdido con su marcha, también, a mi más fiel lectora y mi más rendida admiradora. Ella siempre leyó mucho, pero, desde que me lancé a mundo de la publicación de libros, decidió que nadie escribía como su hija, y mantuvo esta afirmación hasta el último suspiro. Y, aunque algo había de pasión de madre en semejante afirmación, ella negaba rotundamente tal cosa. “Y lo digo de verdad”. Era su frase.
Ahora luzco con orgullo el colgante que ella y mi padre me regalaron cuando acabé la carrera, del que hablé en otro estreno. Un colgante que ella vio en una revista hacía años y guardó para encargárselo a un joyero llegado el momento. Hoy la llegado el momento de compartirlo con quienes me leéis, y esa es la imagen de este post
Ahora el telón de su vida se cerró para siempre. Aunque vivirá siempre en mi y en todas las personas que la recuerdan, Y no solo en el recuerdo, sino en mi día a día. Nada de lo que soy hubiera sido posible sin ella. Por eso será eterna. Y por eso el aplauso hoy es para ese recuerdo que permanecerá siempre.