Pasado y futuro: Secreto de confesión


  • Padre, ¿no me da la absolución?
  • Lo siento, hija mía, no puedo. Tendrías que estar arrepentida. ¿Acaso lo estás?

Por un momento, sintió que el mundo se derrumbaba sobre ella. Había puesto toda su esperanza en aquel momento, que había preparado con esmero.

Le costó decidirse, porque no había vuelto a pisar una Iglesia desde que huyó de su
pueblo para no volver jamás. Pero ella siempre había creído en Dios. En el Dios de su madre y de su abuela, en el Dios misericordioso del que le hablaban las monjas en el colegio. En el Dios al que rezaba cada noche y cada domingo con su madre y sus hermanas en misa de doce.
Se había hecho un velo nuevo para taparse la cabeza. El suyo se quedó en esa
habitación que no volvería a ver, y tuvo que ir guardando retales de tul y de una hermosa
puntilla de Valenciènnes que había usado para confeccionar un traje de cristianar que le habían encargado. Fue mientras lo hacía, recordando el que, un día que parecía muy lejano, le cosió a su hijo, cuando tomó la decisión de ir a la Iglesia. Fue guardando retales de puntillas y, tras teñirlas de negro, las cosió con primor. Y ahora las palabras de ese sacerdote le confirmaron que todo había sido inútil. No tenía perdón. Y ni el Dios de su madre y su abuela, ni el de las monjas ni el del cura del pueblo estaban dispuestos a dárselo.

Había preparado una y mil veces las palabras que le diría al sacerdote. Incluso las
había ensayado ante el espejo del tocador que tan pronto le servía para arreglarse cada mañana
como para hacer de improvisado probador de las labores de costura con las que se ganaba la vida. Pero había sido en balde.

Asunción siempre había sido una buena niña. Era buena hija, tal como le habían
enseñado a ser. Por eso no puso ninguna objeción al marido que eligieron para ella, un chico mayor que le hacía la corte desde hacía tiempo. A ella no le gustaba demasiado, pero él la trataba bien y su madre insistía en que era un buen partido. Y así sería una boca menos que alimentar en casa y una ayudita para la maltrecha economía donéstica, que su futuro marido era de buena familia y tenía posibles. Así que no hubo más que hablar. Cuando apenas había cumplido dieciocho años, se casó con él, obediente y sin siquiera plantearse si quería hacerlo.
También creía que era una buena esposa. Hacía todo lo que decía su marido y, tal
conforme él anhelaba, no tardó ni un año en darle un hijo varón. Pero pronto empezó a pensar que algo debía estar haciendo mal, porque por más que se esmeraba en tener la casa impoluta, la comida a tiempo, y a su marido atendido tal como siempre vio hacerlo a su madre, él no se comportaba como ella hubiera esperado. La trataba con desdén, cuando no con desprecio y, en
cuanto hubo tenido al niño, comenzó a insultarla abiertamente. Nada estaba a su gusto.
Cualquier excusa era buena para recordarle lo inútil que era y lo poco atractiva que le
resultaba.

Con el tiempo, no tardó en demostrárselo. Muchas noches aparecía en casa con lo
que su madre siempre había llamado “mujeres de mal vivir” aunque a ella le parecían chicas
indefensas que no tenían otro modo de ganarse la vida que satisfacer la lujuria de hombres
como su esposo, y aun peores. Esas noches, la sacaba de malos modos de la cama y la obligaba
a marcharse al cuarto de su hijo. Y ella se esforzaba en apretar bien su cabeza y la del niño
contra la almohada para no oir los gemidos y las quejas de aquellas pobres chicas, ni los jadeos
de su esposo.

Pero una noche no pudo más. Aunque siempre aguantó estoicamente aquello, ese
día no pudo seguir haciendo oídos sordos. La chica gritaba pidiendo socorro, y la angustia de su voz traspasó su garganta para colarse en el corazón de Asunción. Y venció al miedo, y a todo lo que le habían enseñado, para entrar en la habitación y decir basta.

Lo que vio la dejó petrificada. Su marido azotaba sin piedad a aquella muchacha,
más joven que ella, al tiempo que la llamaba “guarra” una y mil veces. La chica, desnuda a
excepción de las piernas, en las que se arrugaban a la altura de los tobillos unas medias medio rotas, lloraba y suplicaba a partes iguales. Tenía hinchado el labio y manchas de sangre en diversas partes de su cuerpo. El la agarraba por detrás y le forzaba a atender sus deseos sexuales, sin que aparentemente se hubiera apercibido de la presencia de una estupefacta Asunción en el cuarto. Cuando la vio, trasladó su furia de objetivo, y fue cara a ella, mostrándole el mismo látigo con el que, un momento antes, estaba azotando a aquella chica. Le ordenó que se marchara si no quería recibir ella también. Y, lanzándole una infinita mirada de desprecio, azotó la espalda de la chica con aquel látigo que se usaba con las reses.
Por una sola vez en su vida, Asunción no obedeció. Sacó fuerzas no se sabe de
donde para arrebatarle aquel instrumento de sus manos y llevarse a la chica con ella. Pese a las quejas y protestas de su marido, que juraba que se acordaría de aquello, le curó las heridas, le devolvió su ropa y la llevó hasta la puerta, no sin antes darle un montón de monedas de las que guardaba en un bote de café.

  • Es todo lo que tengo.
    La chica no rechazó el dinero y musitó un “gracias” apenas audible.

Cuando regresó a la habitación, su esposo dormía boca arriba. Y Asunción,

entonces, comprendió el significado de la expresión “roncando como un cerdo”.

Ella no durmió en toda la noche. Tenía mucho miedo a lo que él pudiera hacerle al
día siguiente, pero por encima de eso tenía una decisión tomada. Una decisión que debió tomar mucho tiempo atrás. Madrugaría, cogería sus cosas y a su hijo y se marcharía de allí para no volver.

Así lo hizo. Apenas amaneció, sin siquiera comprobar que si su marido seguía
roncando tal conforme lo dejó, cogió al crío en brazos, y se sujetó a la espalda un hatillo con la parte de sus pertenencias que pudo meter. En apenas media hora, apareció ante la puerta de su sorprendida madre, que la recibió con sin demasiadas ganas.

Tratando de contener el llanto, el propio y el del niño, le explicó en pocas palabras
que no aguantaba más a aquel patán huraño y desagradable, que cada día traía a casa una
prostituta y que había amenazado con pegarle a ella como les hacía a esas desgraciadas. Ante su asombro, su madre le reprendió por haberse entrometido. Le decía que son cosas de hombres y deben quedar entre ellos, que ellos tienen otras necesidades y las mujeres no podían hacer otra cosa que resignarse y hacer como si no pasara nada. Incluso llegó a decirle que había tenido suerte de que su esposo vertiera su furia en aquellas muchachas descarriadas y les hubiera dejado en paz a ella y al niño. Y le insistió en que debería volver con él, a su casa, donde estaba su sitio.

Asunción se sintió más desamparada que nunca, pero ni por un momento se planteó
la posibilidad de echar marcha atrás. No volvería jamás a aquella casa. Y su madre, ante su
firmeza, cedió y, tras darle un abrazo desganado, le preparó una taza de café a ella y una de chocolate al niño. Se quedarían, de momento, pero había que buscar otra solución. Allí no había sitio ni dinero con que alimentar dos bocas más. Ella dio las gracias a su madre y se dispuso a buscar un medio de ganarse la vida y de sacar adelante a su hijo. Seguro que podría.

Esa misma mañana, Asunción dejó al crío durmiendo en casa de su madre y se
dispuso a recorrerse el pueblo entero en busca de un trabajo. No tenía muchas letras, pero sabía cocinar, planchar, y lavar. Cosía y bordaba con primor y conocía los rudimentos para cuidar enfermos y parturientas. Podría emplearse de criada en cualquier casa, pero nadie le abrió ni siquiera la puerta. El pueblo era pequeño, y todo el mundo se conocía, así que lo primero que le pedían era el consentimiento de su esposo. Y sin él, no había nada que hacer.

Volvió a casa de su madre cansada y desanimada, pero en absoluto resignada. Al
día siguiente tomaría el autocar que llevaba al pueblo de al lado y seguro que allí no era lo
mismo. Cuando estaba a punto de contárselo a su madre y a sus hermanas, la más pequeña fue llorando hacia ella. Su marido había ido hasta allí a llevarse al niño. Y su madre se lo había entregado sin resistirse, asustada por la amenaza de denunciarle a ella y a quien la ayudara por abandono de familia.

  • Madre dice que debes volver con él, Asunción. Que es tu marido
  • Ni loca. Me marcharé lejos y volveré a por mi hijo. Como que me llamo Asunción

Entonces lloró todo lo que había estado aguantando. Eran lágrimas de pena, de rabia
y, sobre todo, de impotencia. Nadie parecía entenderla. Y todas, su madre y sus hermanas,
parecían asumir la injusticia de ser tratada como un guiñapo por el solo hecho de ser mujer. Y, por un momento, dio gracias a Dios por haber parido un niño, y no una niña. Un niño al que, según el recado que le envió su esposo por medio de su madre, no debería volver a acercarse si no quería que se la llevara la Guardia Civil.

Sobrevivió como pudo. Se marchó a la ciudad más cercana y allí, lejos de la gente
que la conocía, se empleó haciendo faenas de costurera, planchadora y limpiadora, mientras ahorraba dinero para tratar de recuperar a su querido hijo. Una de las mujeres para las que trabajaba, una señora a quien todo el mundo tenía por excéntrica pero que a ella le parecía una buena persona, le preguntó por qué siempre estaba tan triste, y si no tenía a ningún pariente. Le inspiró confianza, y se sinceró con ella. Y no le falló la intuición. Aquella mujer la llevó hasta el despacho de un abogado amigo suyo, al que consultó sin tener que pagarle honorarios.
Su gozo en un pozo. El abogado le dijo que tenía pocas posibilidades de recuperar a
su hijo. Que era difícil, siquiera, que le dejaran verlo. En la España de entonces la patria

potestad de los menores correspondía a los padres, y una madre casada, y que hubiera
abandonado el hogar como ella hizo no tenía ninguna posibilidad ante los tribunales. Asunción asintió, tratando de disimular lo destrozada que estaba. Luego, en el humilde cuarto donde vivía, lloró hasta que no le quedaron lágrimas. Pensó en quitarse la vida, pero el Dios en que había creído, el Dios de su madre y de su abuela y de las monjas del colegio, no le permitió hacerlo. No podía sumar un pecado mortal que le hiciera ser tan infeliz en la otra vida como lo era en ésta.

Con el tiempo, Asunción se acostumbró a su tristeza. No pasaba un solo día sin
pensar en su hijo, en lo que habría crecido lejos de ella. Y seguía rezando porque no se
convirtiera en un energúmeno como su padre. Y, tal vez algún día las leyes cambiasen e
hicieran justicia con ellos.

Se instaló en la ciudad. Se instaló en una pensión confortable cuya patrona la trataba
como a una hija, y vivía de los trabajos que iba haciendo, si no con holgura, sí al menos sin
estrecheces. Ahorraba cuanto podía para el día en que pudiera volver a estar con su hijo, para poder darle estudios y regalarle las cosas que ella nunca había tenido.

Se negaba a sí misma cualquier oportunidad de disfrutar de la vida. No tenía más
entretenimiento que su trabajo y dar un paseo los domingos por la avenida principal de la
ciudad. Y tampoco quería más. En su fuero interno, sentía que no lo merecía.

Pero a pesar de sus reticencias, no pudo impedir que la vida siguiera su curso. Y con
ella, el cortejo del hijo de su patrona, un muchacho tan honrado y agradable que Asunción no veía siquiera la fealdad de su cara picada de viruela. El chico la invitaba a pasear, le traía dulces y castañas asadas en invierno y un día la invitó al cine. Ella nunca había estado en un cine, y no pudo resistirse a la curiosidad. Y le fascinó tanto el movimiento de las imágenes ante sus propios ojos, que apenas se dio cuenta de que su pretendiente le había cogido la mano, y que a ella le gustaba.

Se resistió mucho. No más paseos, ni cines, ni castañas asadas. Cuando se le
acabaron las excusas, le contó su triste historia con la esperanza de que la repudiara y le dejara continuar con su vida y su desdicha a solas. Pero el chico, lejos de rechazarla, le prometió una nueva vida en la que la protegería para siempre. Y Asunción acabó concediéndose a sí misma la oportunidad que hasta entonces la vida le había negado.

Se marcharon a otra provincia, a un pueblo pequeño y alejado de todo lo que habían
conocido. A él pareció no importarle tener que renunciar a la oportunidad de un trabajo en
Alemania, donde a un primo suyo le iba de maravilla, porque ella, como mujer casada,
necesitaba el permiso de su marido para ir al extranjero, y jamás lo obtendría. Y, aunque le
dolió la certeza de que no volvería a ser madre, porque la viruela le dejó a él más secuelas que los cráteres que inundaban su cara, se resignó a ello. Ella ya tenía un hijo y algún día lo
encontraría.

En el pueblo, comenzaron una vida apacible. Tenían una huerta pequeña y él ganaba
un jornal extra trabajando las tierras de otras personas mientras ella seguía cosiendo y
planchando cuando la requerían. Asunción era casi feliz, pero un sentimiento difuso, entre el dolor y la nostalgia por su hijo perdido y la culpa por no haberse quedado junto a él, le
impedían disfrutar de la tranquilidad y del amor de quien ella consideraba su esposo.

Fue por ello por lo que, mientras cosía el traje de cristianar del hijo de la dueña de la
tienda del pueblo, comenzó a tejer en su mente aquella idea que le llevó hasta el confesonario de la Iglesia de una ciudad cercana a su casa. Con su velo confeccionado con las puntillas sobrantes en el bolso, tomó el autocar y se fue hasta allí. Y le contó todo aquello al hombre oculto tras la celosía sin apenas levantar la cabeza. Se acusó a sí misma de conducta pecaminosa, por vivir con otro hombre estando casada, pero pensó que después de oir su historia, aquel hombre le daría, por fin, el perdón de Dios, en quien seguía creyendo.

Guardaba en su bolso, junto al velo, una caja envuelta en el papel manila con el que
hacía patrones. En ella, dormía un pequeño fuerte de indios y vaqueros, lo que más le gustaba al niño que dejó, un juguete que compró con los primeros ahorros que tuvo, cuando aun tenía la esperanza de recuperar a su hijo. Y dentro, una carta que le llevó varios días de escribir, con la ayuda de aquella señora que un día lejano la acompañó a ver a un abogado, y con la que había seguido manteniendo contacto postal.
Cuando tuvo que responder a la pregunta del sacerdote, supo que todo estaba
perdido. No se arrepentía. Por nada del mundo hubiera dado marcha atrás ni hubiera hecho otra cosa cuando aquel energúmeno con el que se casó estuvo a punto de matar a una pobre chica. Por nada del mundo hubiera estado dispuesta a permanecer ni un solo minuto a su lado aunque, de no haber sido tan joven ni tan inocente, hubiera huido mucho más lejos, a algún lugar
donde nadie pudiera quitarle a su niño.

Estrujó la caja, sintiendo el crujido del papel manila con el que estaba envuelta, y

volvió a guardarse el velo en su bolso. No lo usaría más.

  • No me arrepiento padre. Pero por Dios, no le cuente a nadie todo esto
  • Hija, estás bajo secreto de confesión. Ve en paz, y sigue rezando. La misericordia de Dios
    es infinita.

Aquellas palabras le sacudieron en parte su tristeza. Sin dejar de tocar la caja, salió
de la Iglesia y, movida por un impulso, la dejó en un rincón, junto a la Sacristía. Tal vez algún otro niño podría disfrutar de aquel fuerte de indios y vaqueros que nunca sería para el suyo.
Hacía ya veinte años de aquello. Asunción tenía una vida tranquila con quien
siempre consideró su esposo, hasta el punto de que, cuando los periódicos contaban que con la nueva etapa política en España, se aprobaría el divorcio, ni siquiera se planteó que eso fuera con ella. Estaba bien como estaba, por más que no pasara un solo día en que no recordara a su hijo.

Sin embargo, nunca dedicó un solo pensamiento al hombre con quien se casó, al
padre que le arrebató a su niño del modo más cruel. Hasta el día en que llegó aquella carta, que le revolvió el estómago y los recuerdos hasta casi hacerla vomitar.

No tenía ni idea de cómo la habían localizado. Le costó, incluso, reconocerse a sí
misma en aquel apellido que jamás había vuelto a usar. Pero el contenido no dejaba ningún
resquicio a la duda. Era ella, y la citaban para que compareciera ante un notario en calidad de viuda de quien fue su marido.

No le dolió lo más mínimo enterarse de su fallecimiento, aunque tampoco le causó
especial alegría saberse viuda, y libre. Solo pensó que tal vez, en el despacho de aquel notario a muchos kilómetros de allí, pudiera reencontrarse con su hijo después de tanto tiempo. Y decidió que iría, por más que un temor nuevo le invadiera el alma. El temor a ser rechazada por aquel hijo al que no había visto desde el día en que su propia madre permitió que se lo arrebataran.

Cuando ya tenía preparada la maleta, y comprados los billetes de autobús y tren con
que haría el viaje de inmediato, su esposo, el de verdad, le dijo que había encontrado un
conductor amigo que le llevaría hasta la estación en coche, y así se ahorraría el penoso tramo de autobús.

En la puerta de su casa, un joven de unos veinticinco años, le esperaba sonriente.

Llevaba entre sus manos una vieja caja envuelta en papel manila amarillento.

  • Gracias por el fuerte. Ahora, por fin, podremos volver a jugar a indios y vaqueros. Lo
    guardé hasta que pudiera volver a verte.

El sacerdote que no le pudo dar la absolución, tampoco fue capaz de mantener el
secreto de confesión. E, impresionado por la historia de Asunción, no paró hasta encontrar a aquel chico y hacerle llegar el regalo y el amor de su madre.

Y Asunción, por fin, supo que el Dios en que siempre creyó hacía mucho tiempo
que le había perdonado. Le había perdonado aunque jamás hubiera vuelto a pisar ninguna
Iglesia ni a colocarse el velo confeccionado con los restos de un traje de cristianar de un niño que no era el suyo.

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