Censura: ni de lejos


         Todo el mundo ha oído hablar alguna vez de la censura. Y el mundo del arte en general y del cine en particular la ha sufrido en sus carnes. Recordemos la famosa Ley McCarthy quien dio lugar al macartismo y a la tristemente famosa caza de brujas norteamericana reflejada en películas como La lista negra, El puente de los espías, Caza de brujas o Buenas noches y buena suerte. En España, nos duró la cosa bastante más, y se censuraron o mutilaron películas como Viridiana, Muerte de un ciclista o El crimen de Cuenca, entre otras muchas. Y de ellas hablaron, en tono de comedia, Historias de la frivolidad o La corte del Faraón, por no hablar de los famosos dos rombos con los que nos enviaban a la cama a los niños y niñas de toda una generación. Y es que la tijera hacía mucho daño

En nuestro teatro no hay, a día de hoy, censura, ni puede haberla porque, como bien sabemos, la Constitución consagra, entre los derechos fundamentales, la libertad de expresión. Ya le hemos dedicado más de un estreno

Pero a veces, cuando más a salvo creemos estar, saltan noticias que nos ponen a temblar. Y es que atacar la libertad de expresión es atacar directamente a uno de los fundamentos de la democracia. Ni más ni menos.

Como unas ya tiene una edad, todavía recuerdo, como flashes de mi infancia, los secuestros de algunas publicaciones de las que hablaban en el Telediario. A mi mente de niña le llamaba la atención aquello, no por lo que significaba en realidad, sino porque imaginaba un secuestro de película en toda regla, con encapuchados entrando en los quioscos y llevándose las revistas por las bravas. Ahora pienso que ojalá fuera tan fácil.

También recuerdo haber oído alguna vez a mis mayores hablando en voz baja de alguien que se había ido a un lugar llamado Perpiñán a ver alguna película subidita de tono, que el sexo ya se sabe que era el peor de los pecados. Pero no se podía preguntar, que por menos de nada te mandaban a la cama, aunque los dos rombos no hubieran hecho su aparición.

Con el tiempo, ese tipo de censura acabó en nuestro país, pero no estaba todo ganado. La libertad de expresión tiene su antagonista muchas veces en el derecho a la intimidad y los paparazzi, en aquella época sin móviles, campaban por sus fueros. Y no hablo de la prehistoria, aunque casi. En mis primeros años de fiscal, recuerdo algo que me pasó que todavía me hace reír. Una famosísima de la época había sido pillada en una infidelidad, y según parece, todo el mundo sabía que determinada revista iba a publicar las fotos. El día anterior a la supuesta publicación, se anuncio en uno de los pioneros de los programas del hígado, Tómbola, que iban a contarlo, y la famosa de turno se personó en el juzgado al que pertenecía el lugar donde se hacía el programa pretendiendo la cancelación de la emisión. Pero hete tú aquí que el programa era en directo y no teníamos a mano la bola de cristal para adivinar lo que dirían, así que aquello no era factible, para indignación de la famosísima infiel. Y lo más gracioso de todo es que yo misma, que estaba de guardia, tuve que explicarle al juez quién era la famosísima y por qué lo era, porque debía ser de aquellos que, como ha sugerido un Magistrado del tribunal Supremo hace nada, dedicaba los viernes a leer jurisprudencia y nada más.

También pasó aquella oleada, y ahora vivimos una época del “vale todo” en cuanto a cotilleos se refiere, ya que cualquiera, con un móvil en la mano, puede grabar o fotografiar cualquier cosa, y además son los propios famosos quienes se autopublicitan a través de las redes sociales. Con excepciones, como todo, que quine quiere mantener su intimidad lo hace y tiene todo el derecho a reclamar si la invaden.

Ahora nos encontramos con una época de zozobra, fundamentalmente por dos lados. Por una parte, hay quien se empeña en estar en posesión de la verdad e imponer su pensamiento – ¿o la falta de él? – y, en actitudes que recuerdan más al pasado que al siglo XXI, prohíben publicaciones, suspenden actuaciones por el terrible pecado de enseñar un pecho o cancelan funciones de obras que llevan representándose más de cincuenta años. Un peligro.

De otro, está la cuestión de lo políticamente correcto. Se nos ha vuelto la piel tan fina en algunas cosas que, de tanto exagerar, se llega al ridículo, o casi. Porque bien está revisar programas o películas donde se frivolizara, por ejemplo, la violencia de género, pero no podemos llegar al punto de pretender reinterpretar los libros de Los cinco o los cuentos de toda la vida. Con saber leer las cosas con perspectiva y sensatez, sería suficiente.

Lo peor es que ambas cosas producen que a veces caigamos en la más peligrosa de las censuras, la autocensura. Lo verdaderamente lamentable vendrá el día en que dejemos de hacer o decir algo por miedo a lo que pueda pasar. Porque la autocensura no hay tribunal ni sentencia que pueda impedirla.

Y hasta aquí el estreno de hoy, sin censura alguna. El aplauso es, por supuesto, para quienes ejercen cada día su libertad de expresión asumiendo el riesgo que pude suponer. En algunos países del mundo, la propia vida.

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