Momentos antológicos: los inolvidables


 En el mundo del cine, hay escenas y también frases que han quedado grabadas en el imaginario colectivo para siempre jamás. Todo el mundo ha emulado alguna vez a Escarlata O’Hara levantando un puñado de tierra y poniendo a Dios por testigo de que nunca volverá a pasar hambre, como en Lo que el viento se llevó, o ha gritado eso de que “soy el rey del mundo” en la proa -¿o era la popa?- de un Titanic imaginario como si fuera Leonardo Di Caprio amarrando a Kate Winslett. Y, por supuesto, hemos jurado que iríamos hasta el infinito y más allá como en Toy Story, o hemos afirmado que en ocasiones vemos muertos como el niño de El Sexto sentido. Y esto solo por citar algunos ejemplos.

En nuestro teatro los momentos antológicos no son demasiados, o, al menos, no demasiado compartidos, porque para cada cual, hay algunos más importantes que otros. Ese momento en que te dicen que has aprobado la oposición, o la jura en nuestra profesión, o el resultado satisfactorio en ese asunto que tanta faena nos dio

No obstante, sí que hay algunos que forman parte de la memoria común de Toguilandia, entre los que me atrevería a destacar la llegada, en su día, de la primera Fiscal General del estada, y, bastante tiempo más tarde, de la primera presidenta del Tribunal Supremo y por ende del Consejo General del Poder Judicial. Más vale tarde que nunca.

Pero, además de esos hitos, hoy quería proponer una especia de juego, consistente en cómo aplicaríamos a nuestro mundo esos momentos cinematográficos antológicos a que he hecho referencia y algunos otros.

Confieso que yo me he sentido muchas veces Escarlata O’Hara y que, aun sin el polvo de Tara ni el traje de época que tanto me gusta -en especial el que ella se confeccionó con unas cortinas- he puesto a Dios por testigo de que no volvería a cometer algún fallo o a ser pillada en un renuncio, generalmente por falta de experiencia. Y, por supuesto, en el lado opuesto, también me he sentido la reina del mundo cuando un juicio me ha salido redondo. Y, si no me ha salido, y hay que recurrir, he afirmado que iría hasta el infinito y más allá. De hecho, tengo a gala haber llevado un caso en mi carrera profesional en que he repetido hasta 3 veces el mismo juicio, después de sucesivos recursos estimatorios que anulaban la vista y obligaban a realizarla de nuevo, hasta que, finalmente, me daban la razón. Más vale tarde que nunca.

Y no son esos los únicos momentos en que me he sentido protagonista de mi película imaginaria. Y, aunque la toga no tiene el vuelo de la falda de Marilyn en La tentación vive arriba, en alguna ocasión ha pasado algo que me ha convertido en el centro de atracción como ella. Y es que, como decía Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco, nadie es perfecto. Ni tan siquiera si tuviéramos el cuerpo de Ursula Andress con su bikini blanco en una de las escenas más famosas de la saga de 007, porque aquí ni hay agentes secretos ni tomamos Martini agitados ni revueltos, sino un café de máquina si es que hay un receso que nos lo permita.

Quienes llevamos años en Toguilandia atendiendo asuntos penales, seguro que hemos tropezado con algún delincuente cuya expresión nos ha puesto los pelos como escarpias como la imagen icónica de Jack Nicholson el El resplandor, aunque no hubiera una pareja de gemelas siniestras invitándonos a jugar con ellas.

Y es que, vengan como vengan, hay que tomarse bien las cosas. Nos hemos de plantar como el Travolta de Fiebre del sábado noche y demostrar que podemos con todo. Y que podemos aunque pasen los años, como él seguía pudiendo en su inolvidable baile con Uma Thurman en Pulp Fiction. O como podía, cambiando radicalmente de género, Ben Hur con su cuádriga, por más que las circunstancias fueran las más adversas.

Y a veces hay que tirarse a la piscina, aun a sabiendas de que pude no tener agua, y hacer lo que la protagonista de Dirty Dancing, lanzarse a brazos de Patrick Swayze y que sea lo que dios quiera. Que, con un partenaire así, seguro que la cosa sale bien.

En cualquier caso, y como quiera que trabajo mucho con los delitos de odio, nunca hay que olvidar el discurso de Chaplin en El Gran Dictador advirtiendo del riesgo, o, a más pequeña escala, el que una delicada Nathalie Wood hacía al final de West Side Story comprobando la tragedia que había causado el racismo. No podemos conformarnos con mirar, como hacía el protagonista de la primera parte de la Lista de Schlinder desde lo alto de un monte mientras se masacraba el gueto de Varsovia.

Pero si hay que quedarse con alguno de estos momentos, me quedo con Forrest Gump y, sobre todo, con su madre, cuando le hablaba de la caja de bombones en que consistía la vida.

Y hasta aquí estos momentos, entre los cuales es difícil escoger. Y seguro que a quine me lea se le ocurren más y hasta podemos hacer una segunda parte. Por eso, dedicaré el aplauso a todas las personas que los han hecho posibles, y a quienes los han emulado en nuestro mundo. Siempre nos quedará el Juzgado, como habría dicho Humphrey en Casablanca.

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