
Nunca olvidaré la expresión de su cara ese día. Llegó a mi despacho con una palidez que no tenía nada que ver con su color de piel. Por primera vez en su vez, no parecía que acababa de salir de una cabina de bronceado
– Es él, es él
No conseguía decir otra cosa. Repetía aquella frase como un mantra, sin que yo tuviera ninguna idea de aquello a que se refería. Ni me lo imaginaba.
– Es él- repetía- No había vuelto a verlo desde entonces
– ¿Desde entonces? ¿Desde cuándo? -yo trataba de averiguar qué quería decir- ¿Quién es él?
– Él -lloriqueaba- Él. No lo había visto hace más de veinte años, pero no tengo, de duda. Lo más mínimo
– Pero, digas -insistí- ¿Quién puñetas es él?
Parecía que a mi compañero se le hubiera aparecido el mismo demonio. Tenía el gesto descompuesto en casi una mueca y, incluso, un tipo de convulsiones lo sacudían de vez en cuando. Apenas lo podía reconocer, a él, que era una persona seria, un poco tímido y siempre previsible. O esto es el que pensaba de él, a lo largo de los cuatro años que llevaban compartiendo despacho. Ahora estaba totalmente descolocada. A pesar de que aquello mío no era nada si lo comparaba con él.
– He pedido un rato de descanso -me dijo algo más calmado- He dicho que me encontraba mal
– Y no era mentira, por el que veo
– No, no
– ¿Quieres que te sustituya? -me ofrecí- No me importa. Sea cual sea el que te paso, si me pones en antecedentes
– Te lo agradezco, pero no hace falta. Aquello tengo que hacerlo yo
– Como quieras. Y si cambias de opinión, ya sabes
– Gracias. De verdad
Al fin, se decidió a contármelo. No tuve que insistir demasiado. Lo necesitaba. Y debía de necesitarlo hacía mucho de tiempo
Los hechos se remontaban a muchos años atrás, cuando él iba a la escuela. Entonces, según me decía, las cosas no eran como por hoy, y había una regla no escrita según la cual el que pasaba en el colegio, se quedaba en el colegio. Y, por supuesto, los padres, cuanto menos supieron, mejor. Quizás si las cosas no hubieran sido así, hoy no estaríamos hablando de este modo. O quizás sí
Me explicó que era un niño delgado y débil, con unas ojeras de las que decían “de culo de vaso”. No tenía nada que ver con la persona que tenía ante mí, de más de un metro ochenta de estatura y con un cuerpo trabajado de lo lindo en el gimnasio. Las gafas, por supuesto, habían quedado hacía mucho de tiempos al quirófano de un cirujano. Le miré boquiabierta
– No te extrañes tanto -me dijo, al mismo tiempo que leía mi pensamiento- Crecí demasiado tarde, y hasta los dieciocho años era siempre el más pequeño de la clase.
Empezaba a comprenderlo. Débil, tímido, con gafas y, para acabar de arreglarlo, muy estudioso. Carne de cañón para los abusadores.
No tardé nada en darme cuenta que no me equivocaba. Por desgracia, no era una situación demasiada original, a pesar de que los detalles eran espeluznantes. Entonces y ahora.
Eran los setenta. Y, como muchos de los niños de la época, él iba a un colegio religioso. Los curas miraban hacia otro lado si pasaba cualquier cosa que pudiera desprestigiar el centro, y los compañeros -todos chicos, como correspondía- te estigmatizaban si osabas delatar alguien. Así que la única solución era hacerse gotita de agua y aguantar el que viniera de la mejor manera posible.
Lo que le vino a él fue la tirria del líder de la clase, un chico forzudo que había repetido curso un par a veces y que imponía su voluntad sin que nadie osara contravenirlo. Cada día le hurtaba su almuerzo, que su madre le preparaba con mucho de afecto y mucha mantequilla, además de salchichón, queso o jamón, según el día. También lo obligaba a hacerle los deberes. Igual daba, fuera dibujo, matemáticas o lengua. Pero, todas esas cosas no lo hubieron importado si no fuera por las burlas. Una vez, el líder y sus colegas le quitaron la ropa y tuvo que irse a casa suya en calzoncillos, y, a pesar de que era el mes de diciembre y la temperatura era bastante baja, el frío que sufrió no fue nada comparado con la sensación de vergüenza y ridículo. También escondían su mochila, que aparecía después llena de barro o, incluso, con cucarachas, ratones u otros bichos dentro. Pero, la broma que más parecía gustar sucedía alrededor de sus gafas, que a menudo tenía que recoger del váter. Una vez, además, tuvo que meter la cabeza dentro de la cisterna, mientras el resto de la clase, todos juntos en el cuarto de baño. se deshacía en risas.
Al principio, él tenía un par de amigos, pero los amigos desaparecieron de su lado por el miedo que los pasara el mismo. Y, de este modo, al sufrimiento del acoso se sumó la soledad del ostracismo. Y así es como pasó cada año de escuela. Una pesadilla que solo se acabó cuando salió para no volver. Nunca había vuelto, ni a reuniones de exalumnos, ni siquiera si algún sobrino suyo tomaba la Primera Comunión iba a la Iglesia. Incluso, si tenía que pasar por la calle donde estaba el colegio, iba por otro camino para evitar ver aquella fachada que había poblado sus pesadillas por tanto tiempo.
Me costó contenerme y no llorar, pero, todavía me costó más contener mi indignación. Aquel hombre fantástico que tenía ante mí había estado a punto de no estar
– Intenté matarme. Me tomé las píldoras que usaba mi madre, no sé para qué. Pero solo conseguí sentirme todavía peor, después del lavado de estómago que me hicieron en el hospital. A mi madre le hacía tanta vergüenza que ni siquiera lo contó a los profesores. Y a mí me hizo prometer no abrir la boca
No sabía que decir. No sabía si darle un abrazo, pero no tenía bastante confianza para hacerlo. El sonido de su móvil me sacó de mi estupefacción
– Tengo que irme a la guardia. Ya me han preguntado tres veces si me encuentro bien y ya no tengo excusas
– Ya sabes que si quieres, voy yo
– No hace falta -me dijo, con voz otra vuelta segura- Ha llegado el momento de enfrentarme con mi niñez.
– ¿Seguro?
– Seguro.
Mi compañero, fiscal como yo, tenía ante sí a aquel líder de la clase que destrozó todo su tiempo de escuela, el hombre por culpa del cual quiso morir cuando solo era un niño. Estaba acusado de un robo, a pesar de que la mujer a la cual presuntamente había atracado no estaba segura en la hora de reconocerlo. Podía pedir su encarcelamiento o no hacerlo. Sabía que si no lo hacía, a pesar de que el juez pensara que era lo más adecuado, él saldría libre.
El detenido lloraba sin disimulo. Él creía que lo había reconocido, pero, por si acaso, se aseguró que el juez le gritara por su apellido, como hacían en el colegio, a pesar de que ahora precedido con aquel “señor” que le daba importancia. Al escucharlo, el detenido lloró todavía más, y no osó levantar los ojos del suelo. Él lo miró a los ojos, y haciendo una pausa que parecía eterna, hizo su informe
– El Fiscal pide la libertad provisional del detenido
Al pronunciar esas palabras, notó que un nudo se deshacía en su garganta. Un nudo que llevaba a su interior desde que era un niño.
– Gracias -musitó el detenido- Gracias
Pero él no le hizo caso. Ni siquiera se dignó a mirarlo. Solo sonrió de una manera diferente, como nunca lo había hecho desde hacía muchos años
– ¿Por qué no has pedido la prisión? -le pregunté después- Podía justificarse perfectamente
– Lo sé, y por un momento lo pensé, de verdad. Pero al fin hice exactamente lo que habría hecho con cualquier otro detenido. No estaba dispuesto al hecho de que su presencia vuelva a obligarme a hacer cosas que no quiero hacer.
Tenía razón. Y esa, precisamente, había sido su revancha.
Y entonces sí que lo hice. Le di un abrazo. Y él respondió con su cuerpo de hombre y el alma del niño que nunca llegó a ser.