#Relatos : Invisible


Con este nuevo hastag de #Relatos iniciamos una serie de post que aparecerán de vez en cuando recordando relatos

Hoy, «Invisible» contenido en mi antología Remos de plomo

INVISIBLE

Aunque parecía querer estar siempre escondida, era difícil no verla. Con su
cuerpo espigado, su elevada estatura y esa forma de vestir tan elegante era imposible
pasar desapercibida. Nadie sabía muy bien a qué se dedicaba, pero entre los críos del
barrio se decía que era una actriz de Hollywood que estaba de incógnito, o una
glamurosa escritora en busca de ambientación para su próximo best seller. A pesar de
que había a quien le resultaba antipática por su actitud distante, a mí me parecía que sus
ojos, más que altivos, transmitían una inmensa tristeza. Y eso las poquísimas veces que
no los escondía tras unas gafas de sol.
Lo que no resultaba tan difícil era verla sin ser vista. Mi primera incursión en el
mundo de la investigación —por llamarlo de algún modo— era tan de andar por casa
como podía suponerse. No me hacía falta sentarme en un banco fingiendo leer un
periódico, llevar una microcámara en el zapato ni implantar micrófonos ocultos en
ningún sitio. Siempre me habían encantado las series de detectives privados, pero la
vida real era otra cosa. Y la vida actual, más todavía. Así que dejé mi gabardina colgada
en el perchero de casa. La dejaría para que Colombo y Sam Spade la siguieran luciendo
en el celuloide.
Aquella noche ella estaba imponente al salir de casa. Él la acompañaba, como
siempre. Como siempre, ella parecía una niña chiquita e indefensa a su lado. Yo,
también como siempre, le sonreí al cruzármela en la calle y, aunque no movió ni un solo
músculo de su cara, estaba segura de que me respondió con la mirada. Él, sin embrago,
no sabría decir si me miró. Creo que ni siquiera reparó en mi existencia, como parecía
no hacerlo en otra cosa más allá de sí mismo y de su acompañante.
Los oí regresar. Estaba esperando ese momento, cuando sabía que el peligro
acechaba. Y, como otras noches, escuché de nuevo la voz atronadora de él llena de
reproches. No sé si alguien más oía aquello, pero jamás nadie osó comentarlo. Hubiera
roto el mito de la mujer misteriosa. Traté de tantear al vecindario de un modo discreto.
El ascensor, la cola del supermercado, la panadería o la parada del autobús, pero a nadie
parecía importarle otra cosa que averiguar quién sería aquella hermosa mujer y qué
escondería viviendo en un barrio como el nuestro. La verdad es que la imaginación es
muy fértil. Desde espía a traficante de drogas, pasando por amante de algún presidente
de estado, un jeque árabe o un rey, aunque lo de que fuera una estrella de incógnito era

la opción preferida sin ninguna duda. Y había otra cosa en la que también coincidían
quienes decían algo: altanera, soberbia, egocéntrica o, simplemente, antipática. Eso es lo
que todo el mundo pensaba de ella. Me llamó la atención que nadie hubiera percibido lo
que yo, una infinita tristeza. Pero tal vez era yo la equivocada. Al fin y al cabo, era mi
primera aventura como investigadora, aunque solo fuera aficionada.
Los gritos seguían. Yo permanecía atenta. Llegué a plantearme pegar un vaso a
la pared, como había visto hacer en las películas, pero maldita la falta que me hacía.
Eran tan fuertes que cualquiera en el vecindario estaba segura de que los oiría. Y,
mientras sujetaba el teléfono en la mano para pedir ayuda, sucedió. De pronto un golpe
seco, un débil gemido y un silencio aplastante. Y yo, por supuesto, hice lo que debía,
mientras cruzaba los dedos deseando con todas mis fuerzas no haber llegado tarde.
La policía tardó apenas unos minutos en presenciarse. Se diría que estaban
preparados para aquella llamada. Así que cumplí mi parte y todo siguió su curso.
Desde el balcón pude ver cómo se llevaban un cuerpo en camilla, mientras la
policía trataba de apartar a los curiosos que acudían como moscas y se congregaban ante
nuestro portal. No pude ver mucho más y me quedé con el alma en vilo hasta que un
agente llamó a la puerta para preguntarme si era yo quien les había llamado. Por
descontado, asentí y conté lo que sabía y, quid pro quo, pude enterarme de lo que
anhelaba conocer.
Las heridas de ella no fueron graves. La rápida llegada de los agentes abortó
cualquier final más dramático. A él se lo llevaron esposado en el furgón policial. Por
fin.
Misión cumplida.
Si esto hubiera sido una serie de televisión, sería el momento para poner los
rótulos de crédito y cartel de «The end», si no hubiera dejado de estar de moda como en
las series de mi infancia. Pero esto era la vida real y no había rótulos que zanjaran
historias. La vida seguía.
Cuando me decidí a ir a verla al hospital, supe que estaba a punto de
abandonarlo. No era la primera vez que lo intentaba, pero siempre acababa echándose
atrás. Aquella vez iba en serio, iba a ser la definitiva. De nada sirvieron las amenazas de
él, sus gritos. De nada sirvieron tampoco sus lágrimas, sus regalos y su puñetero
chantaje emocional. Ya no iba a creer más que la quería, que no volvería a pasar, que
iba a cambiar. Ya no iba a temblar cada vez que oyera el sonido de la llave girando en la
cerradura, ni a dormir con un ojo abierto por miedo a que se lo volviera a poner morado.

No iba a volver a aplicarse maquillaje sobre los hematomas y sonreír en los actos
sociales como si no pasara nada. Hasta ahí habían llegado. Y por poco no es así al pie de
la letra. El último golpe fue tan fuerte que no recordaba nada a partir del momento de
que su cabeza aterrizó en el suelo después de haberse estrellado contra la pila de
mármol.
Su habitación parecía una floristería. Un montón de personas se desvivían por no
dejarla sola ni un momento, mientras yo trataba de permanecer en un discreto segundo
plano, como pensaba que me correspondía.
Y, aunque quise evitar aquel momento, no pude. En cuanto Pilar me vio, se
abrazó a mí entre lágrimas. Yo también lloré. Ella era la responsable de que hubiera
estado en el momento adecuado en el lugar preciso, pero era mucho más que eso.
Yo había conocido a Pilar en la facultad. Nos hicimos amigas, y ella fue quién
me gestionó el alquiler de la que era mi casa y me ayudó a pagarlo. Aunque era una
buena amiga, no lo hizo por amistad. O no solo por eso. Hacía tiempo que sospechaba
que su hermana melliza, Ana, era maltratada por su novio. Intentó sin éxito que se lo
contara, así que, después de convencerse de que sus sospechas eran algo más que
conjeturas, me pidió que me instalara allí y permaneciera atenta. Antes, ella misma
había denunciado a la policía que su hermana había sido agredida, tras verle unos
terribles moratones que ella achacó a una caída. Aunque se negó siquiera a acudir a
comisaría, nos dejaron un número de teléfono. El número al que yo llamé ante las
señales de alarma.
Apenas un par de días más tarde de aquel abrazo, acompañé a Pilar y a Ana al
juzgado, después de que le dieran el alta en el hospital. Ya había declarado ante el
policía que acudió al centro hospitalario, pero se encontraba tan mal que contó lo poco
que quiso o pudo recordar, y quedó citada para hacerlo después ante el juzgado. Y esta
vez sí que lo contó todo, mucho más de lo que ni siquiera su hermana había imaginado.
No hizo falta que me dijeran nada. Sus caras lo decían todo. Y por fin la convencimos
de que nunca estuvo sola. Y de que nunca volvería a estarlo. Nunca más volvería a
sentirse invisible.
Tal vez por eso, fue al final ella quien me convenció para meterme, junto a ella y
su hermana, en algo que nos contó con enorme entusiasmo. Una aventura que empezó
casi por casualidad y se convirtió en el eje de parte de nuestras vidas. Y de muchas más
vidas de lo que hubiéramos supuesto.

Tras terminar su propio viacrucis con una condena para quien fue su novio, Ana
se implicó con todas sus ganas con un grupo de mujeres que luchaban contra la
violencia de género. Aunque la pena de prisión que él había de cumplir no era larga, la
prohibición de aproximarse a ella sí que lo era y se sentía fuerte y segura para seguir
adelante con su vida en el punto donde había quedado suspendida. Contó su historia,
con nuestra pequeña aventura de detectives aficionadas, y de ahí salió la propuesta que
me hizo.
La asociación recibía a familiares, amigos o conocidos de mujeres de las que
tenían sospecha de que estaban siendo maltratadas y, tras recabar la información, yo me
instalaba en un piso lo más cercano posible y hacía un seguimiento, siempre pendiente
de hacer la llamada antes de que ocurriera lo inevitable. Eso era lo más difícil, pero
habíamos repetido la operación en dos ocasiones y había salido bien. Muy bien, incluso,
porque aquellas mujeres ni siquiera necesitaron ingresar en el hospital.
Nuestra pequeña aventura era un éxito. Como los panes y los peces, crecimos y
nos multiplicamos. Yo acabé la carrera de Criminología que estaba estudiando cuando
todo aquello empezó, y, con mi flamante título y el de Pilar, mi compañera de fatigas,
comenzamos a colaborar de un modo más profesional con las asociaciones de mujeres
en las que Ana estaba cada vez más involucrada.
Juntas, acometimos lo que hasta entonces era la apuesta más arriesgada.
Teníamos que ir a la otra punta de España, instalarnos allí y comenzar nuestra labor en
un asunto delicado. Unos padres desesperados querían sacar de una relación tóxica y
peligrosa a su hija de dieciocho años recién cumplidos. Decían que la niña se negaba a
reconocer nada, pero veían los moratones de sus brazos y piernas, su reticencia a quedar
con nadie más que con su novio, mayor que ella, su cambio de actitud y un montón de
señales de alarma, pero ella se cerraba en banda. Que no pasaba nada. El día que
cumplió la mayoría de edad se marchó de casa, y no volvieron a saber de ella, más allá
de una llamada en la que les dijo que se iba voluntariamente a vivir con su novio a una
ciudad cercana. Y, aunque acudieron a la Policía, sus meras sospechas no eran
suficiente para hacer otra cosa que tratar de tranquilizarles.
No sabíamos muy bien qué nos encontraríamos. Pero ya iríamos viendo, como
siempre hacíamos. Había que reconocer que lo nuestro estaba compuesto, en esencia, de
mucha ilusión, mucha voluntad y mucha improvisación también. Y hasta ese momento
no podíamos quejarnos.

No tardamos en localizar a la chica. Alta, espigada y con ojos tristes, me
recordaba mucho a Ana en su día, y hasta a Pilar, su melliza y mi compañera de fatigas.
Salía lo justo, apenas saludaba y bajaba la cabeza en cuanto coincidía con alguien en el
ascensor, en la calle, o en cualquier otro sitio. Pero habían pasado varios días y de él no
había ni señal, y tampoco escuchamos gritos, golpes ni nada que nos confirmara aquello
para lo que estábamos allí. Confieso que hubo un momento en el que llegué a dudar si
no sería una exageración de unos padres sobreprotectores con una hija rebelde, y la cosa
se nos había ido de las manos.
Pasaba el tiempo sin ningún resultado y, aunque estábamos divinamente, no era
para eso para lo que habíamos ido allí, ni para lo que estábamos gastando los fondos de
las asociaciones que nos financiaban. Preocupada, me puse en contacto con Ana y ella
decidió aprovechar un puente festivo para hacernos una visita. Vendría allí y, además de
pasar unos días juntas, podríamos decidir sobre el terreno si seguir o, por vez primera,
abandonar. Aunque la sola idea me llenaba de desasosiego.
Pasaron los tres días que faltaban para la llegada de Ana sin pena ni gloria. La
chica se dejaba ver poco, pero nada hacía pensar que pasara nada. Y nos dispusimos a
recibir a Ana con una mezcla de expectación y alegría.
Ana venía conduciendo. Tenía que llegar el viernes por la tarde, pero ya casi era
de noche y no teníamos noticias de ella. No quería agobiar a su hermana, pero me
empecé a preocupar. No contestaba al móvil, y aunque era normal si estaba al volante,
un escalofrío inexplicable me recorrió la espina dorsal.
Mi intuición no falló. De repente, oímos gritos y golpes procedentes del
domicilio que supuestamente vigilábamos. Eran tan fuertes que por un momento
dejamos aparcada la llegada de Ana, y, por una vez, cambiamos nuestro modo de
proceder habitual. Mientras Pilar llamaba a los agentes, cuyo contacto estaba avisado
por lo que pudiera pasar, yo me planté en el rellano sin encomendarme a Dios ni al
diablo. Y, de pronto, todo se hizo negro.
Creí que mi aventura acababa ahí para siempre. Y con esa sensación perdí el
contacto con el mundo, que no recuperé hasta que abrí los ojos en una cama de hospital,
sin saber qué había pasado ni cuánto tiempo había transcurrido.
Por suerte, lo mío solo era una conmoción y mi tránsito por el mundo de los
fantasmas apenas duró unas horas. Entonces supe que no fui la única que estaba
ingresada en aquel hospital.

En una habitación próxima a la mía, Ana convalecía de una herida de arma
blanca y mano negra. La pesadilla parecía haber vuelto a empezar.
Descubrí que no éramos tan listas, ni tan buenas, ni tan fuertes como creíamos.
Que el que un día fue mi vecino y el verdugo de Ana no se había resignado a perder su
posesión y jamás dejó de seguirle la pista bien de cerca, incluso desde la prisión en la
que estuvo un tiempo. Y, en cuanto consiguió la libertad provisional, no perdió un
minuto. Se concertó con un cómplice, que se hizo pasar por un padre angustiado y
montaron su pantomima. Contactó con la asociación, pidió ayuda para arrancar a la
supuesta hija de las garras de un inventado maltratador, y logró que se pusiera en
marcha nuestro rudimentario mecanismo, que no funcionaba con otra gasolina que las
ganas y los buenos propósitos.
Caímos como unas tontas, haciendo el seguimiento de una chica que había
aceptado encantada un dinerillo extra por dejarse ver por las inmediaciones del piso que
le alquilaron mientras nosotras pensábamos que le estábamos salvando la vida. Y al
final, picamos el anzuelo y llamamos a Ana, que acudió presta en nuestra ayuda.
Él la estaba esperando. La encerró en el mismo piso que teóricamente
vigilábamos y se aseguró de que no gritara. Le juró amor eterno, le suplicó que volviera
a su lado, le repitió por enésima vez que estaba dispuesto a cambiar. Y Ana, por
enésima vez, cedió. Le dijo que ella también le amaba y que estaba dispuesta a darle
otra oportunidad.
Lo que él no sabía es que esa Ana nada tenía que ver con la que él conocía. Y,
con una interpretación digna de un Óscar, se ganó su confianza y con ella el derecho a
recuperar el teléfono móvil. Y, en cuanto pudo, apretó la tecla que daba acceso al
número memorizado en el dispositivo, el que le había facilitado la policía desde que
denunció al que fue su novio.
Su arrojo casi le cuesta la vida. En cuanto él descubrió la superchería, le clavó
un cuchillo que nadie sabe de dónde salió, delante de los agentes de Policía que iban a
detenerle. Y Ana cayó al suelo sobre a un charco de sangre.
Yo estaba allí, pero no pude ver nada. Había llegado hasta el rellano y aporreé la
puerta más que llamar. Fue él mismo quien me abrió, y quien me dijo que me largara,
que nada se me había perdido allí. Traté de escabullirme y entrar, y entonces fue cuando
todo se hizo negro, un segundo después de que mi cabeza impactara contra el suelo.

Fue ya en el hospital cuando conocí la historia de labios de Pilar, que, como yo,
estaba transitando entre la pena, el asombro y una sensación difusa entre el fracaso y el
ridículo que no se atrevía a definir.
Quedó en el aire la frase de Pilar, diciendo que ese era el fin de nuestra aventura,
cuando una enfermera nos interrumpió y nos dijo que, si queríamos, podíamos pasar a
ver a Ana.
Me ayudó a incorporarme y la seguimos. Nunca olvidaré la expresión de su cara
al decir:
—¿Para cuándo la próxima misión? Ninguna mujer debe pasar por esto.
Y, por una vez en mi vida, vi que las heridas del cuerpo tardarían más en
cicatrizar que las del alma. Su abdomen suturado tardaría unos meses en recuperarse,
pero su espíritu ya hacía mucho que había cambiado para siempre. Desde aquel día en
que, tras nuestra aventura de aficionadas, la acompañamos a comisaría.
Y hoy, pasado algún tiempo, seguimos en ello. La frase de Pilar que quedó en el
aire acabó siendo barrida por un aire nuevo. No lo podíamos dejar. Y es Ana,
precisamente, quien nos lo recuerda día a día. A veces, cuando tenemos tentaciones de
abandonar, nos muestra la cicatriz de su abdomen. Una cicatriz casi invisible, pero que
para nosotras es como un cartel luminoso.

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