
-¡Está abriendo los ojos! ¡Por fin!
-Gracias a Dios
En la UCI pediátrica de un hospital de Valencia, un niño de apenas ocho años devolvía la alegría a su familia. O, al menos, parte de ella. Tras un tiempo de angustia, el niño recobraba la consciencia. El personal sanitario se unía a la familia en la celebración. Porque la historia de Miguel había conmovido a todo el mundo.
Miguel paseaba por su abuelo, como cada tarde, por el pueblo valenciano donde vivían. De pronto, un torrente de agua incontrolable les sorprendió, arrastrando todo lo que encontraba a su paso. El abuelo agarró al niño, al que ya le llegaba el agua al cuello, con fuerza y consiguió encaramarlo a un árbol valiéndose de uno de los coches que arrastraba la corriente. Sacando fuerzas de donde no tenía, aseguró al niño y le pidió que, pasara lo que pasara, no soltara esas ramas hasta que vinieran a por él. Apenas unos instantes después, desapareció, y nadie volvió a verlo. Miguel obedeció a su abuelo y se mantuvo agarrado con todas sus fuerzas hasta que un helicóptero le rescató. Estaba exhausto, magullado y tenía un fuerte golpe en la cabeza. Ingresó en el hospital, y permaneció inconsciente durante un interminable día y medio.
Por suerte, el niño no tenía graves daños físicos. Lo de su mente ya era otra cosa. No recordaba nada, y los médicos, una vez le dieron de alta, recomendaron que le dejaran tranquilo
– Sé que es difícil, pero deberían llevarse a su hijo fuera de Valencia. Hagan un viaje que le entretenga para que se reponga. Poco a poco, irá asimilando lo sucedido. Pero tiene un trauma importante, y mejor no precipitar las cosas
Los padres hicieron caso y, sacando fuerzas de flaqueza y gracias a la ayuda económica de unos y de otros, organizaron un viaje a Laponia. Verían a Papá Noel y su hijo, después de lo que había sufrido, tendría una alegría.
Dicho y hecho. A principios del mes de diciembre ya estaban en un avión rumbo a la casa de Santa Claus. En ningún momento comentaron a Miguel nada de lo que había pasado, y evitaban cuidadosamente que le llegara ninguna noticia al respecto. Le dijeron que era un regalo por sus buenas notas, y que ya habían hablado con su colegio para que le permitieran faltar unos días más a clase. Miguel no podía saber que ya no había colegio, ni clase, ni nada. Y por supuesto, nadie debía hablarle de su abuelo, del que le dijeron que fue a pasar unos días a casa de su tía.
No resultó nada fácil a los padres del niño disimular su pesar por la pérdida de su negocio y los daños en su casa, y el inmenso dolor por la muerte del abuelo, cuyo cadáver ni siquiera había aparecido. Lees costó un mundo fingir ante su hijo una alegría que no sentían. Pero el bienestar de la criatura lo merecía todo.
Cuando llegaron a su destino, Miguel fue aupado en brazos de Santa Claus, como tantos otros niños. Quien representaba ese papel no sabía valenciano, que era lo que hablaba el niño, pero disimulaba muy bien. De haberle entendido, habría escuchado lo que dijo
– Santa, cuida de mi abu, allá donde esté, que seguro que puedes. No les quiero decir a mis papis que lo sé todo, porque se han esforzado tanto que me da pena ponerlos más tristes
Después, le dijo algo más al oído, pero nadie puedo escucharlo. A sus padres les contó que le había pedido los juguetes que había escrito en su carta. No les explicó nada más.
Cuando llegaron a la casa donde se alojaban, Miguel encontró un paquete con una nota que decía que Papá Noel había decidido traerle el regalo allí en vez de en su casa de Valencia. El niño abrió el paquete y sonrió
– ¡Un patinete eléctrico!, Justo lo que había pedido
Sus padres se miraron y sonrieron aliviados. No podían saber que, a muchos kilómetros de donde se encontraban, Papá Noel había cumplido con lo que Miguel le pidió. El cuerpo de su querido abuelo había sido encontrado, por fin. Y cuando recibieron la noticia, los padres de Miguel se abrazaron, emocionados, tratando de que el niño no los viera. No podía saber nada
Él, que les espiaba por una rendija, también se emocionó y trató de que no le vieran. No podían saber que él lo sabía todo. Y Papá Noel también.