
A punto de atravesar la frontera de otro 25 N, comprobamos que seguimos sin razones para celebrar y con mucho que reclamar.
Como homenaje a todas las víctimas, hoyos dejo uno de mis cuentos, incluido en mi antología Remos de plomo
LA OPORTUNIDAD
Cuando vi en la pantalla del teléfono móvil aquel número tan largo, sabía que
algo malo tenía que pasar. No fallaba. Los números larguísimos nunca traían buenas
noticias.
No me equivoqué ni un ápice. Mi hijo se había caído en el patio del colegio y
había perdido por unos instantes la consciencia y, aunque ya parecía estar recuperado, le
habían llevado al hospital y reclamaban a sus progenitores, como era normal. Pero,
como era normal también, habían marcado primero el número de teléfono de la madre
—o sea, el mío— por más que les había explicado hasta la saciedad que, precisamente a
aquellas horas, yo estaba particularmente ocupada y era al padre a quien debían avisar
primero. Pregunté, una vez me aseguré de que el niño estaba bien, si avisaron al padre y
me dijeron que no lo habían encontrado. No sé muy bien las ganas que pusieron en ello,
pero es lo que había. No quise perder más tiempo y me marché al centro sanitario,
cargando con la rabia de tener que abandonar mi trabajo, y con la culpa por sentir esa
rabia. Odiaba arrastrar ese complejo de mala madre, pero no podía evitarlo.
Al menos, pensé que sería una oportunidad de oro para Andrea. La oportunidad
que llevaba esperando tanto tiempo. Ella me sustituiría en mi puesto de presentadora del
informativo del mediodía, el más visto en la cadena de televisión donde ambas
trabajábamos. Como la apreciaba de verdad, me consolé con aquello de que no hay mal
que por bien no venga. Y me despedí a toda prisa olvidando desearle suerte. Un olvido
imperdonable.
Cuando llegué a la clínica, mi hijo ya había sido atendido y trasladado a una
habitación, donde permanecería en observación. Como, por fortuna, se encontraba
perfectamente, le pedí permiso para encender la televisión de monedas que había en el
cuarto y poder ver cómo se las arreglaba mi compañera, aunque estaba segura de que lo
haría a la perfección. No me falló el instinto. Andrea se desenvolvía ante las cámaras
con una soltura impropia de una debutante, perfectamente vestida, maquillada y
alicatada para la ocasión. Sonreí al comprobar que se había puesto el vestido verde que
llevaba meses languideciendo en una percha de vestuario, a la espera de que yo
adelgazara lo suficiente para caber dentro. No había manera de hacer comprender a los
responsables de la cadena que era la ropa la que tenía que adaptarse a nuestra medida, y
no nosotras quienes debíamos lograr un volumen adecuado a la ropa. Era una batalla
perdida y ya había perdido la cuenta de la cantidad de dietas que había intentado sin
lograr enfundarme en el vestido verde que lucía Andrea y que le sentaba como un
guante. Tanto que, por un instante, temí por mi propio puesto de trabajo y, al instante
después, me recriminé por haberlo temido. Qué duro se hacía tener que parecer siempre
perfecta.
En cuanto terminó el informativo, envié un mensaje por el móvil a Andrea para
felicitarla por su trabajo, pero no me contestó. Me la imaginé celebrando su éxito ante
su pareja, nuestro compañero Antonio, el de deportes, y no quise importunarla más. Ya
hablaría con ella más tarde. Cuando el niño saliera del hospital, iríamos a celebrarlo
juntas.
Lo que yo no supe entonces es que ella no leyó mi mensaje, ni menos la causa
por la que no lo hizo. Mientras yo me la imaginaba feliz hablando con su novio,
Antonio, el de deportes, le había mandado cientos de mensajes llamándola puta, zorra y
cuantos sinónimos diera de sí el diccionario. La insultaba por exponerse ante el país
entero enfundada en aquel vestido verde que tan bien le sentaba, y, según él, maquillada
como una cualquiera. Tampoco supe que estos mensajes se los enviaba en los descansos
de su actuación diaria ante las cámaras, comentando con desenvoltura acerca del último
fichaje de un equipo o la boda de algún jugador de postín con una escultural modelo,
cuyo escotado vestido y lo bien que le sentaba ocupaban buena parte de su espacio
deportivo.
Reconozco que, si lo hubiera sabido, me hubiera costado mucho creer. La pareja
que formaban Andrea con Antonio, el de deportes, era de lo más envidiado de la
contornada. Jóvenes, guapos y sobradamente preparados, y, por más que la figura de
ella quedara eclipsada ante el éxito de él, decían vivir a la espera de que le llegara la
oportunidad anhelada, precisamente esa que le brindó la caída fortuita de mi hijo en el
patio del colegio.
Andrea nunca contó, ni a mí ni a nadie, que el encantador periodista deportivo
desaparecía como por ensalmo en cuanto traspasaba los muros de su casa. Que con ella
se quitaba la careta para convertirse en un déspota obsesionado por saber en todo
momento dónde, con quién y cómo estaba, y por apartarla de todo lo que no girara
alrededor de él. Si lo hubiera sabido, habría comprendido sus continuas negativas a salir
a tomar algo con el equipo, sus excusas para venir a las comidas de trabajo a las que él
no asistía, o su cara de melancolía constante. Si lo hubiera sabido, habría sospechado
que sus sempiternas gafas de sol no se debían a la conjuntivitis crónica que decía
padecer. Si lo hubiera sabido, hubiera actuado de otro modo. Pero tal vez yo misma no
quise saberlo y preferí quedarme instalada en mi zona de confort donde Andrea y
Antonio, eran la pareja ideal.
Supe más tarde que la esperada celebración se convirtió en una tortura. Un
episodio más de los que Andrea vivía y callaba a diario, que habían llegado a motivar
llamadas de los vecinos a la Policía. Aunque nunca iban a ningún sitio. Los vecinos se
venían atrás en cuanto desparecía la causa de su malestar, los gritos que perturbaban su
tranquilidad. Y Andrea quitaba importancia a las cosas ante la policía con el
convencimiento de que, una vez más, él se arrepentiría y, esta vez en serio, no volvería a
suceder. Y aquella noche no fue una excepción. La Policía acudió una vez más al
domicilio y, una vez más, se marchó tras escucharle a ella decirles, una y mil veces, que
no pasaba nada. Comprobaron que no tenía ninguna herida visible y, eso sí, anotaron
cuidadosamente todo, que no en balde no era la primera vez que los llamaban y ya
andaban con la mosca tras la oreja. Y, a pesar de las súplicas de Andrea, prometieron
que volverían a la mañana siguiente a comprobar que todo seguía en orden.
Mientras tanto, yo, ajena a todo aquello, trataba de entretener a mi hijo, ya
cansado de estar en la cama viendo televisión o jugando a videojuegos. Le tenían que
hacer unas cuantas pruebas más y, a pesar de que su padre acudió en cuanto terminó su
jornada laboral, los propios médicos aconsejaron que fuera yo quien me quedara a pasar
la noche con él, que los críos siempre están más tranquilos con las mamás. De nuevo la
culpabilidad se apoderó de mí, porque lo primero que pensé fue en mi trabajo. La
situación tenía toda la pinta de no haberse despejado cuando llegara el momento de ir a
trabajar. Así que hice de tripas corazón y llamé a mi jefe, a sabiendas de que el hecho de
que yo ejercitara mi derecho a tener un día libre por el ingreso hospitalario de mi hijo le
sentaría a cuerno quemado. Pero, al fin y al cabo, estaba Andrea, que me había
sustituido a las mil maravillas el día anterior y que a buen seguro volvería a hacerlo. Así
lo hice, y traté de no darle más vueltas ni perder la compostura ante el torrente verbal
que soltaba mi airado jefe. Le envié otro mensaje a Andrea, que tampoco contestó y esta
vez no olvidé desearle suerte. Mucha suerte.
La noche transcurrió sin sobresaltos. Mi hijo estaba bien y, según parecía, la
cosa no quedaría en más que un susto. Así que esperamos pacientemente a que
terminaran con todas las pruebas precisas y toda la burocracia necesaria para que le
dieran el alta lo más pronto posible y volver a nuestras vidas en el punto que las
dejamos el día anterior.
Estaba a punto de ser mediodía cuando el corazón me dio un respingo. De nuevo
el teléfono móvil me amenazaba desde su pantalla luciendo un flamante número largo
que, como yo sabía nunca traía buenas noticias. En efecto, mi jefe, fuera de sí, me
ordenaba que fuera inmediatamente a los estudios. Andrea no había dado señales de
vida y apenas quedaba una hora para emitir el informativo. Alejé el teléfono de mi
oreja, para no destrozarme el tímpano con los alaridos, y me resigné a no argumentar
que tenía derecho a quedarme con mi hijo. Sabía que no admitiría nada de lo que le
pudiera decir.
A toda prisa, le resumí la situación a la enfermera y tras prometer regresar lo
antes posible, me metí en un taxi, desde el que le dejé un mensaje a mi marido en el
buzón de voz para que se ocupara del niño. Llegué al estudio con el tiempo justo para
que me espolvorearan la cara apresuradamente, y me senté ante la pantalla, por vez
primera, con la ropa que traía puesta. No había tiempo de repasar los textos y me
dispuse a leerlos directamente, como mejor pudiera, de la pantalla que nos ponían
delante.
No podía creer lo que las letras componían ante mis ojos. Mi cerebro se negaba a
leerlo en voz alta. Prescindí por completo del texto oficial y, con una voz que no
reconocía como propia, grité más que dije: «El malnacido de Antonio, el de deportes, ha
asesinado a Andrea Montes, nuestra querida compañera, de varios navajazos. Malditos
seamos todos, por nuestra complicidad».
Lo siguiente lo recuerdo como en una película a cámara rápida. El brusco corte
de la emisión, la cara furibunda de mi jefe, la mirada esquiva de quienes allí estábamos
y muchos gemidos sofocados. Me levanté, dejando ante mí la pantalla con el texto del
guion, que rezaba: «Ha fallecido la periodista de esta cadena Andrea Montes. Su cuerpo
fue hallado esta mañana con varias puñaladas y, aunque han detenido a su compañero
sentimental, no se han esclarecido las causas».
Fue mi último día de trabajo. Fui fulminantemente despedida por algo que
llamaron «causas objetivas» aunque mi jefe no se privó de aclararme que la razón fue
mi falta de profesionalidad, añadiendo que, de todos modos, me estaba haciendo mayor
y ganando demasiados kilos como para presentar el informativo.
Hoy, mientras envío el enésimo currículum en demanda de un empleo que nadie
me da, no puedo reprimir una sonrisa mientras veo en la televisión a una chica joven y
delgada, enfundada en un vestido verde, contar cómo se están reduciendo notablemente
las desigualdades entre hombre y mujeres, según los últimos estudios. Y apenas soy
capaz de reconocer el sillón en el que está sentada, el que ocupé yo durante tanto tiempo
y en el que Andrea se sentó una sola vez.
Antes de apagar el televisor, todavía puedo oírla decir con voz neutra que la
semana próxima se celebrará el juicio por la muerte de Andrea Montes.