
En estos días en que aún arrastramos una tristeza cargada de barro y agua, en nuestro teatro estrenamos un cuento, un cuento que cuenta otras cosas sobre el agua más allá del desastre que hemos vivido
Milagro
Todavía no me he repuesto de la impresión que me causó aquella historia. Era sencilla aparentemente, pero tan profunda que me costaba creer que la hubiera inventado una niña de once años. La contó como si no tuviera importancia sin darse cuenta de que tenía mucha. Toda la del mundo. La escuché sin parpadear, como todas las personas que estábamos allí. Y el final aun nos tienes sobrecogidas.
“Cuando llegué, no sabía si aquello me iba a gustar. Es verdad que me hacía ilusión salir de mi casa, pero, al mismo tiempo, me daba un pánico inmenso dejar todo lo que había sido mi vida hasta entonces, Mis padres dijeron que era lo mejor para mí, y no podía desobedecerles. Pero tampoco se m ocurrió ni por un momento hacerlo. Ellos siempre decidían lo que era mejor para mí. Para mí, y para mis otras siete hermanas.
Todo me resultaba raro. Mucho más que raro. Yo, que nunca había ido más allá del poblado de al lado, me subía de repente en una cosa que llamaban avión, una especie de pájaro gigantesco que volaba sin menear las alas llevándonos a nosotras dentro. Mi hermana y yo no sabíamos qué hacer, a pesar de que nos habían explicado antes todo lo que iba a pasar. Pero ver a aquella señora habiendo ese extraño baile, subiendo y bajando las manos, poniéndose y quitándose una extraña prenda de ropa y haciendo aspavientos nos dejó descolocadas. Íbamos a imitarla cuando, por suerte, nos percatamos de que nadie lo hacía y nos hicimos atrás, Menos mal.
Una vez llegamos, las cosas no resultaron más fáciles. Vinieron a recogernos y nos llevaron hasta el lugar donde íbamos a dormir en un coche rojo, muy brillante. Yo había visto muchos coches antes, pero no eran tan bonitos. Los que se veían cerca de mi casa estaban viejos y llenos de tierra, Y no tenían techo, o tenían uno que se ponía y se quitaba. Nada que ver con el que nos estaba transportando.
La habitación donde íbamos a dormir me gustó mucho. No se parecía en nada al lugar de donde veníamos, pero aquellas camas blancas blanquísimas y blandas blandísimas eran un verdadero sueño. No veía el momento de tumbarme y olvidarme del mundo, y del viaje, y el viejo hogar y el nuevo. Quería dormir, dormir y dormir. Y mañana, ya veríamos. Y no era la única. Cuando fui a dejarme caer sobre la cama, mi hermana ya se había dormido hacía un buen rato. Me acosté a su lado y me dejé llevar.
No sé cuánto tiempo había pasado cuando me desperté. O, mejor, cuando me despertó el grito de mi hermana.
- Mira, esto, míralo -me gritaba- No puede ser. No puede ser.
Me acerqué a ella. Yo tampoco podía creerlo. Aquello era un verdadero milagro. Un milagro como nunca había visto.
Cuando me explicaron que el milagro se llamaba “grifo” y podía dar toda el agua que quisiera solo con girar una especie de rueda, no supe qué decir. Solo le di la vuelta y me mojé las manos, y la cara, y el pelo. Y di un trago, y otro trago, y otro más.
Ahora, después de varios meses viviendo aquí, ya me he acostumbrado, pero no dejo de pensar que es un verdadero milagro. Porque en mi tierra siempre faltaba esa agua que aquí parece sobrar”
Desde que conocí a Ada y escuché su historia, nunca he podido mirar los grifos de la misma manera. Tampoco dejo correr el agua ni la desperdicio como hacía antes. Ahora yo también he entendido que es un milagro.