
Todo el mundo tiene sus filias y sus fobias, aunque muchas veces se confunden con simples manías. Y algunas, incluso, con un toque de obsesión que puede llegar a ser hilarante cuando no pasa a mayores. Pero, sea como sea, siempre dan lugar a argumentos interesantes, como la fobia social de Amelie, la del rey de Inglaterra en El discurso del rey, o la colección de las que tenía el protagonista de Mejor imposible.
En nuestro teatro también existen las fobias, porque quienes estamos en él pertenecemos al género humano, y no nos libramos de ellas, pero son tan diversas como las personas y pueden tener efectos o no tenerlos en absoluto.
Una de las más conocidas es la claustrofobia, cuyo objeto de terror son los lugres cerrados. Y respecto a esta, siempre recordaré un caso muy peculiar donde se trató de utilizar para conseguir un efecto adverso. Se trataba de un detenido nada menos que por homicidio que, cuando se olió la tostada de que su destino más que probable iba a ser la prisión, se puso a gritar como un poseso que él no podía ir allí porque tenía claustrofobia u no podía estar encerrado. Pero, al final, se fue a donde él se temía y no le pasó nada. O, al menos, nada diferente que la que le pasa a cualquier persona en prisión preventiva, primero, y definitiva, una vez condenado, O sea, que lo coló.
También recuerdo el caso de un angelito, también detenido, que se definía a sí mismo como vigoréxico y que decía que no podía permanecer lejos de su gimnasio. Gimnasio que, casualmente, se encontraba dentro dl radio de 300 metros del domicilio de la que fue su pareja, que le había denunciado por maltrato y pidió un alejamiento. En este caso, yo misma, que soy muy respetosa tanto con las filias como con las fobias, le expliqué que no había problema, que si no quería el alejamiento le podría mandar a un sitio donde tenía gimnasio, gratis y todos los días. Precisamente, el lugar donde no quería ir el detenido del que hablaba antes, la prisión. Y mira por donde que debo tener unas dotes terapéuticas desconocidas, porque de repente desapareció la dependencia a ese gimnasio y se conformó con el alejamiento, si eso le suponía esquivar la prisión. Y es que tengo un poder de convicción tremendo.
Pero no solo nuestros detenidos e investigados tienen manías y fobias. Conozco a quien tiene tanto miedo a conducir -amaxofobia, se llama- que es capaz de tardar cuatro veces más tiempo en desplazarse que coger el volante. Y le pasa incluso a gente que se sacó el carnet en su día. Y otro de los típicos es el terror a los ascensores. Y también hay quien se recorre los pisos que haga falta a patita antes de subirse en un ascensor, Aunque llegue echando los higadillos.
Un caso curioso, entre la picaresca y la leyenda urbana, fue el de un funcionario que decía tener no fobia sino alergia al aparato con el que se fichaba con el dedo y lo alegó para pedir una baja. Lo sorprendente del caso es que, según cuentan, se la concedieron, con lo fácil que hubiera sido firmar en un papel como los de toda la vida. Pero me da la sensación de que el amigo a lo que tenía fobia es a trabajar Y es que es muy cansado, no diré que no, con lo bien que se está en casita tumbado en el sofá.
Aunque tal vez lo que tenía era lo que me dijo una vez una testigo -ella se consideraba testiga, como Chus Lampreave- , que se había librado de la imputación por los pelos y prefería no aparecer por los juzgados. Me dijo muy seria que tenia fobia a los juzgados, y que por eso no quería venir. Y la verdad es que tuvo su gracia, hay que reconocerlo. Y su dosis de caradura, hay que reconocerlo también.
Otro fue más expresivo y dijo que eran las togas lo que le daban alergia, un trastorno que, de existir, se debería de llamar togafobia. Pero, que yo sepa, aún no está contemplado en los anales de la Medicina. Igual con el tiempo, llega. Que nunca se sabe.
Eso sí, lo que espero es que nadie tenga toguitaconifobia, porque me llevaría un disgusto bien grande. Tan grande como el aplauso que dedico hoy a los protagonistas de estas anécdotas. Porque siempre nos dan vidilla.