
No siempre sabemos darle importancia al peinado, pero tiene mucho más de lo que a priori pudiéramos pensar. El peinado define toda una época, y así lo vemos en películas como Grease, Hair o Hairspray. ¿Qué sería de Maria Antonieta sin su pelucón, de Elvis sin su tupé, o de Kojac sin su calva? Pues ahí vamos. Como reza el dicho, y yo con estos pelos.
En nuestro teatro, podríamos pensar que el tema de peinados y atributos capilares varios no nos afectan, pro no es tan cierto. Y es que, aparte del apellido de un juez cuyas resoluciones ciertamente originales -por decirlo de algún modo-, lo que llevamos en la cabeza cuenta. Y mucho.
Si cualquier persona ajena a Toguilandia piensa en la imagen de un miembro de la judicatura, seguro que se le viene a la cabeza un señor -o señora, aunque el estereotipo suele ser masculino- con una peluca de tirabuzones blancos que le da un aspecto entre viejuno y serio que sirve para todo menos para acercar la justicia a la ciudadanía. Esa es una imagen que no responde en absoluto a nuestra tradición jurídica, pero la cultura audiovisual anglosajona la ha metido en el disco duro de mucha gente. Algo parecido a lo que ocurre con la maza, que nunca se había utilizado aquí, en que se usaba a los mismos efectos una campanilla, pero que poco a poco, por efecto de películas y series de televisión, va viéndose en nuestras salas de vistas. Espero que no ocurra igual con las pelucas, aunque sé de buena tinta que a algún juez le apetecería llevarla para disimular su incipiente -o no tan incipiente- calvorota e igualarnos en lo que a entradas se refiere. Y es que los hay que no tienen ni un pelo de tontos.
En nuestro país, lo que se llevó durante mucho tiempo es el birrete, ese sombrerito que tiene un polígono en la base y un pompón gigante en la parte de arriba, que se sigue viendo en ámbitos universitarios. Y es que en los actos universitarios también usan la toga, pero, a diferencia de lo que ocurre en Toguilandia, solo para eventos solemnes, y lo hacen con una beca del color de la facultad de que se trate, y el famoso birrete. En nuestro teatro se dejaron de usar, hasta el punto de que una fiscal de sala me contaba que ella ya utilizaba la de su padre, abogado, para limpiar los discos -eso que hoy llaman “vinilos” y que era el soporte habitual de la música- para cabreo de su togado padre.
Otro de los elementos habituales en películas y series, y no tanto en la vida real, es el moño. El celuloide suele representar a la fiscal como una señora muy seria -y, muchas veces, muy maña- que lleva un moño apretado y unas gafas de pasta, y que está empeñada en que se condene al acusado a toda costa porque aspira a ser gobernadora del Estado. Como ya he dicho más veces, aquí nada de nada. Ni somos malas, ni queremos que se condene a nadie que no sea culpable, ni aspiramos a ser gobernadoras de nada. Y no solemos llevar moño. Yo, de hecho, solo lo llevo cuando hace mucho calor y el aire acondicionado no da de sí. Bueno y cuando hago ballet o me visto de fallera, en mis momentos destoguitaconados.
De hecho, quien me conoce sabe que mi look habitual en sala, aparte, naturalmente, de mi toga y mis tacones, consiste en llevar mi melena recogida por unas gafas de sol a modo de diadema, llueva o haga sol. Ya he contado más veces que eso ha dado lugar a más de una anécdota, Entre ellas, mi preferida fue algo que me pasó hace mucho tiempo celebrados los ya extintos juicios de faltas. El denunciado entró en sala mascando chicle y con unas gafas de sol puestas, y fue requerido para quitárselas. Con cierta chulería, se las colocó en la cabeza, y el juez insistió en que le dijo que se las quitara, no que las cambiara de sitio. Él se quedó mirando desafiante a donde yo estaba y el juez reaccionó rápido, diciendo que en esa sala nadie llevaba gafas en la cabeza, a excepción del Ministerio Fiscal. Porque yo lo valgo, Su Señoría. Claro que sí.
Otras de las anécdotas capilares que recuerdo con una sonrisa es la de una señora a la que pillaron lavándose la cabeza en el baño de juzgados. La pobre dijo que no tenía agua en casa y que aprovecha las presentaciones apud acta quincenales para adecentarse. Y cualquiera le respondía algo. Se salvó por los pelos, vaya.
Y que no se crea nadie que los adminículos capilares no tienen trascendencia penal, porque pueden tenerla. De hecho, gorras, pelucas y hasta cascos de moto pueden configurar la agravante de disfraz si sirven para ocultar la identidad del delincuente. Y hubo un momento en que desfiguraban sus facciones con medias en la cabeza, aunque eso pasó a la historia. Ahora somos más de máscaras como en La casa de papel. Aunque todavía un cambio de peinado o de color del pelo puede dificultar cualquier reconocimiento.
Y así, entre mechas, tintes y pelucas, cerramos el telón por hoy. Eso sí, con un aplauso, que esta vez daré a esas personas que, pase lo que pase, no se despeinan, traten con el peor de lo asesinos o con la cuestión más hilarante. Olé por ellas