Ser víctima: la vuelta a la tortilla


              En general, todo el mundo tiene su sitio en cada lugar. Pero a veces, las cosas se dan la vuelta y toca ocupar puestos inesperados. Las cosas pueden darse La vuelta, sea o no La vuelta al mundo en 80 días. Son esas cosas que vuelven nuestra vida Del revés, aunque sea por un solo momento.

              En nuestro teatro cada cual ocupa su sitio, como una coreografía perfectamente orquestada. Pero puede ocurrir que, de repente, pase algo que cambie nuestro lugar en el escenario, y no siempre es fácil de asumir. Pero ocurrir, ocurre.

              Por todo eso, hoy quería contar algo que es personal y profesional al tiempo. Y lo quería hacer como catarsis, pero también como lección. De lo que se debe y de lo que no se debe hacer. Porque siempre pasa: somos capaces de ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la vida en el propio. Ya se sabe. Consejos vendo que para mí no tengo.

              La historia que hoy traigo a los tacones es una historia que todavía me cuesta de contar. Y conste que puedo hacerlo sin vulnerar ningún secreto -ni de sumario, ni de confesión, ni de nada- porque el hecho fue reflejado en la prensa. Por supuesto, una vez recayó sentencia, y la sentencia adquirió firmeza.

              Los hechos empezaron hace bastante tiempo. Y se prolongaron más de lo que debí consentir y acabaron hace no más unos meses. Ahí van. Ojalá sirvan a alguien que pase por un trance así.

              Como sabe cualquiera que me conozca un poco, una de las constantes en mi vida personal y profesional es la lucha contra la violencia de género. Eso, por supuesto, unido a una cierta visibilidad en redes y medios -con la inestimable ayuda de mi toga y mis tacones- me convirtieron, sin yo buscarlo, en una diana andante para determinadas personas, negacionistas, cuñados y otras especies que cada vez proliferan más.

              Así las cosas, alguien convirtió mi persona en el centro de su ira, tras haber sido condenado por un asunto de violencia de género. A pesar de que no fui yo quien calificó los hechos, y que tampoco ostentaba jefatura ni mando alguno, ató los cabos armándose un lío con ellos y me atribuyó las culpas de todos sus males. Me siguió y persiguió, no solo por redes. Llegó a presentarse en actos y conferencias y reventármelos de la peor manera posible. Publicó infundios sobre mí, y, de no ser porque el gene me conoce, el mal hubiera sido mayor porque intentó vender su historia y sus infundios contra mí a varios medios de comunicación.

              No contentó con ello, abrió una cuenta de Twitter con una foto mía manipulada donde, entre otras lindezas, me llamaba “feminazi”. Y tiempo más tarde abrió otra utilizando mi fotografía y mi nombre para insultarme y burlarse de mí, y, de paso, animar a más gente a que lo hiciera. Y eso fue la gota que culminó el vaso.

              Hasta ese momento yo, haciendo lo contrario a lo que le digo a todo el mundo que haga, me resistía a denunciar. Pensaba que daría más alas y me costaba dar el paso. Fue un error, ahora lo sé. Pero una buena amiga periodista no me dio opción, En cuanto vio lo ocurrido con la cuenta fake, fue ella quien lo publicó y con eso tuve que decidirme a denunciar. Sí o también. Y nunca se lo agradeceré lo suficiente.

              El resto, fue ir rodando por una pendiente cuesta abajo, relativamente sencillo, pero con vértigo. Como quiera que yo misma, por razones obvias, no podía asumir el conocimiento de la causa, lo hizo un compañero con una gran profesionalidad y a pesar de saber la presión que supone algo así. Y lo logró. La codena fue no solo por insultarme y acosarme a mí, sino también por injuriar a una compañera que era quien intervino en la causa contra él. Y se le condenó por delito de odio, por discriminación por razón de ideología y género, tras el reconocimiento de los hechos.

              Pusimos una pica en Flandes, entre todas las personas que formamos parte de ello. Y no lo cuento por hacerme una muesca en la toga como el sheriff del western, sino para contar a todo el mundo que se ha de denunciar. Aunque sentarse en estrados desprovista de mi toga como escudo me hizo sentirme desnuda, y aunque tuviera que pasar más de un mal rato. Ahora ya puedo decir con mayor conocimiento de causa como se sienten las víctimas de estos delitos, y aseguro que no es agradable. Como aseguro que esto me ha servido para tener siempre presente como se deben sentir las personas que pasan por nuestros juzgados.

              No quiero victimizarme ni dar pena. Lo mío es una gota en e océano y hay situaciones muchísimo más duras. Pero lo tendré siempre presente. Igual que tengo el agradecimiento eterno y el aplauso para mi amiga periodista, mi involuntaria compañera en este viaje, las amigas que me ayudaron a guardarlo todo para el momento preciso, el fiscal que llevó nuestro asunto, y a nuestro jefe por apoyarnos, por supuesto. Mil gracias de nuevo.

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