La equivocación: nada es lo que parece


Hoy, en Con Mi Toga y Mis Tacones, un relato. Que no est`´a basado en hechos reales, pero podría estarlo

Relato galardonado con el premio del público en el concurso Un día de partit
convocado por la publicación Descriu.org.

LA EQUIVOCACIÓN

—Pedro, Juan, Rosa, ¡levantaos!
—¿Qué pasa?
—Mirad, mirad.
No podíamos creerlo. Todavía estábamos bajo los efectos del jet lag, pero no
podía ser. No podía tratarse de una alucinación colectiva. Tenía que ser verdad.
Por la ventana, veíamos la plaza de bote en bote, llena de gente de las más
diversas condiciones y edad. Gritaban, y llevaban pancartas y carteles. Estaban alegres,
muy alegres. Se respiraba un ambiente de fiesta que nos hizo sonreír, a pesar del
cansancio.
La sorpresa fue mayúscula. Hay que reconocer que nuestra experiencia tuvo
cierta repercusión en la prensa del lugar y hasta algún periodista internacional se nos
había acercado en busca de una entrevista. Pero la verdad es que no habíamos visto ni
un solo medio de comunicación de nuestro país. Entonces fue una tremenda decepción,
pero ya lo habíamos olvidado. Y ahora, esto lo compensaba todo.
Y tanto que lo compensaba. Miles de personas reunidas alrededor de nuestra
habitación de hotel, con unos carteles en los que ponía frases como «Bienvenidos,
héroes», «Ánimo», «Sois nuestros ídolos» y cosas parecidas. Ni en el mejor de nuestros
sueños hubiéramos imaginado algo así, después de la pesadilla que habíamos vivido.
Solo hacía cuatro días que regresamos. Habíamos permanecido secuestrados
durante más de tres meses, con el miedo enganchado en la garganta. Cada nuevo día
pensábamos que sería el último. Hasta el momento en que llegaron para rescatarnos,
claro. Nunca en la vida lo olvidaríamos. Ni en cien vidas que tuviéramos. Nos habíamos
embarcado en aquella aventura con la intención de salvar vidas y casi perdemos las
nuestras. Con toda la ilusión del mundo, viajamos con una ONG para ayudar a repartir
comida y medicamentos. Pero de pronto conocimos a aquel grupo de niñas asustadas
que imploraban auxilio. Solo eran unas crías, e iban a ser mutiladas salvajemente, según
la barbarie que llamaban «costumbre». Por eso acudieron a nosotros. Nos contaron que
en unos días las llevarían a un lugar a hacerles eso que ellas llamaban «el corte», y que

no era otra cosa que la ablación genital. Y no nos lo pensamos ni por un instante.
Escondimos a las niñas y no se lo dijimos a nadie, con el convencimiento de que no nos
descubrirían.
Solo habían pasado un par de días cuando aquellos hombres irrumpieron en
nuestra tienda de campaña. A base de golpes y empujones nos trasladaron a un lugar
desconocido, donde nos encerraron hasta que perdimos la noción del tiempo. Todos los
días nos recordaban que tendríamos que pagar por lo que habíamos hecho.
Por suerte, en nuestra ausencia, la organización se había hecho antes cargo de las
niñas, aunque en esos momentos desconocíamos qué habría sido de ellas. No lo supimos
y tampoco las volvimos a ver. Ni siquiera nos atrevimos a preguntar. Ya habíamos
tenido suficiente.
Al fin y al cabo, nos rescataron y regresábamos a casa. Y ahí estábamos, en un
hotel donde cualquier comodidad nos parecía un milagro, después de un cautiverio en
condiciones terribles. Después de aquello, ver lo que estábamos viendo por la ventana
hizo que lloráramos todas las lágrimas que no derramamos en su momento.
Bajamos a la calle con la emoción a flor de piel. Y entonces nos llevamos una
nueva sorpresa. Cuando nos disponíamos a saludar, un adolescente nos gritó.
—Apartaos. No nos dejáis verlos.
Detrás de nosotros, un grupo de chicos con chándal de uniforme recibían los
aplausos que creíamos que nos correspondían. Y nos invadió una terrible sensación de
ridículo. ¿Cómo pudimos llegar a pensar que todo aquello era por nosotros?
Los chicos del chándal eran futbolistas que iban a jugar esa misma tarde la final
del campeonato, a la que habían llegado con mucho esfuerzo, según nos contaron. Nada
que ver con lo nuestro…
Cuando cruzábamos la calle cabizbajos, una chica se me acercó. Con un
pronunciado acento extranjero, nos dijo:
—Gracias. Mi hermanita se ha librado de lo que me hicieron a mí, y a mi madre,
y a la madre de mi madre.
Su abrazo valía más que todas las pancartas y carteles. Fue el mejor gol del
mundo, pese a que nadie lo celebrara con gritos ni pirotecnia. Ni falta que hacía.

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