No prejuzguemos: las apariencias engañan


Hoy en nuestro teatro estrenamos un cuento, un cuento que forma parte de la antología Oro parece… de Generación Bibliocafé.

Las cosas no siempre son lo que parecen. Y nuestra protagonista puede dar fe de ello. Os invito a conocer su historia. Y, por supuesto, a aplaudirla si es de vuestro gusto

Un okupa en el panteón

No supe de la existencia de un panteón familiar hasta que murió mi abuela. Hasta entonces, me parecía algo de lo más reaccionario y casposo, y me reía de todas las personas que presumían de tener uno. Ni siquiera me gustaban los enterramientos. Nada más limpio y eclógico que una cremación.

Así se lo dije a mi madre, pero no hubo manera de convencerla

  • La abuela lo ha dejado muy claro en el testamento. Quiere que la entierren en el panteón familiar de Villamaguncia de la Sierra
  • ¿Villamagunicia de la Sierra? ¿Y eso donde leches está?
  • Pues, míralo en el Internet ese, hija. Creo que a unos 400 o 450 kilómetros de aquí
  • ¿Cómo dices? O sea, donde Cristo perdió la zapatilla, más o menos. ¿No?
  • No seas blasfema, hija

             Mi madre sabía que yo no creía en ninguna zarandaja de esas de la Iglesia desde que tomé la Primera Comunión, pero aun así no se privaba de darme lecciones de moral en cuanto podía. Por supuesto, de una moral de otra época, que me era totalmente ajena.

            Yo renegaba del pasado de mi familia. Me hubiera encantado pertenecer a una saga de republicanos represaliados, con algún cadáver en una fosa común o en una cuneta, con alguien fusilado en mi árbol genealógico o que, al menos, hubiera pisado la cárcel. Yo quería ser como mis compañeros de partido, que presumían, sacando pecho, de lo que habían hecho por la libertad sus antepasados, pero nada de eso. La mía era una familia burguesa de clase media, de esas que se consideran afectas al régimen, más por comodidad que por otra cosa. Y la verdad es que nunca quise indagar en el pasado de un abuelo que trabajó para varias instituciones de la dictadura. Tenía miedo de encontrar nada que me hiciera avergonzarme más.

            Y, encima, me encontraba con lo del panteón. Una mierda más con que ensuciar mi pasado. Pero no tuve valor para negarle a mi madre, destrozada por la muerte de la suya, que se cumpliera la última voluntad de aquella mujer que tan buena había sido siempre conmigo. A pesar de que su pasado no fuera el que a mí me hubiera gustado.

            Me fui sola al dichoso pueblo, para arreglar todo el papeleo del no menos dichoso panteón. Al día siguiente, en cuanto estuviera dispuesto todo lo del entierro, mi madre vendría montada en el coche fúnebre, que para algo llevaba mi abuela toda la vida pagando el seguro de decesos, el ”seguro de los muertos”, como ella lo llamaba. Quería que la enterraran con mi abuelo en aquel panteón perdido de la mano de Dios. Después de veinte años, volverían a estar juntos, aunque yo no entendiera por qué tenía que ser tan a desmano.

            Las sorpresas, sin embargo, no habían hecho nada más que empezar. En cuanto llegué a las oficinas municipales del pueblo, me atendió un funcionario que me hizo la pregunta más inesperada el mundo

  • ¿Y qué hacemos con el cuerpo que hay en el panteón?
  • ¿Con el de mi abuelo? Pues dejarle que siga descansando. No querrá usted que le saquemos a pasear
  • No, no -el hombre ignoró mi ironía- Me refiero al otro cuerpo
  • ¿Qué otro cuerpo?

             Lo que me faltaba. Había un okupa en el panteón de mi familia. Un cadáver okupa, para ser exacta. Aquello se estaba convirtiendo en una broma propia de una cámara oculta. Una broma macabra a más no poder.

            Pero no era una broma, no. Ahí mismo, según me dijo, había un esqueleto que, al menos, tenía veinte años de antigüedad. O quizás más. Porque no había ni un solo papel que diera ninguna pista de a quién pudiera pertenecer aquel cuerpo.

            Empecé a fantasear con que fuera alguna amante de mi abuelo o algún hijo secreto al que quisiera dar en la muerte la atención que no le había dado en vida. Tal vez por eso me negué desde el principio a desahuciarlo de su última morada. Si llevaba dos décadas con mi abuelo, no iba a separarle de él ahora.

            Dudé mucho si decirle algo a mi madre, pero opté por el silencio cobarde. Si mis figuraciones eran ciertas, más valía que mi madre siguiera en la bendita ignorancia. No había ninguna necesidad de ensuciar el nombre de su padre, muerto hacía tantos años.

            Me olvidé del tema hasta que, pasados un par de meses, volví al dichoso pueblo. Mi sorpresa, al visitar el panteón, fue mayúscula. Estaba lleno de flores. Flores frescas, no de esas de plástico tan duraderas como espantosas con las que la gente se permitía espaciar sin remordimientos sus visitas al cementerio. Me pregunté quién habría llevado aquella profusión de flores, y entonces me acordé del cadáver okupa. Tal vez aquel hijo ilegitimo, o aquella amante, tenían familia que se acordaban más de ellos que nosotros de la nuestra. No podía ser otra cosa.

            No obstante, la suerte quiso que anduviera por allí el enterrador, un hombre de edad indefinida que, según me dijo, tenía que haberse jubilado ya, pero no había querido. Era mi oportunidad

  • ¿Y siempre ha trabajado usted aquí?
  • Siempre, señora -respondió con orgullo- Como hizo mi padre y mi abuelo
  • Y entonces ¿sabe quién ha puesto estas coronas de flores en el panteón de mi familia?
  • ¿De su familia, dice? -se le abrieron unos ojos como platos- ¿Es usted la dueña del panteón rojo?

            En ese momento, fueron mis ojos los que se abrieron como platos. El panteón no era rojo, ni siquiera de un ladrillo de tonalidad rojiza. Era de color piedra desvaído, con un ángel de mármol pequeño y feo.

  • ¿Rojo?
  • Sí, rojo. ¿En serio no conoce la historia?

            El hombre no se hizo de rogar ni un momento para contármela. Allí no había un cadáver okupa, sino varios. Mi abuelo, que trabajaba en el Ayuntamiento del pueblo al acabar la Guerra Civil, compró el panteón con la esperanza de poder enterrar allí a su mejor amigo, fusilado a las puertas del cementerio porque pertenecía a un sindicato o algo parecido. Fue el padre del enterrador quien consiguió que el cuerpo no fuera a la fosa común, y pudieron enterrarlo de tapadillo en el panteón, adquirido, en teoría, para el descanso eterno de mi propia familia. Aquella historia pasó de boca en boca por los pueblos de la contornada, y fueron muchos los que obtuvieron de mi abuelo un hueco para sus propios muertos. Hasta que él mismo murió, ya lejos de allí, y quiso estar con su amigo, y con los amigos de su amigo

  • ¿Y nunca le pillaron?
  • Un par de veces estuvieron a punto -seguía contándome entusiasmado- Pero su fachada de alto funcionario del régimen y el silencio de toda una comarca impidieron que dieran con él. Nadie estaba dispuesto a traicionarle.

             Conforme avanzaba en su relato, yo lloraba de pena y de vergüenza. Pena, por no haber conocido apenas a aquel abuelo que se lo jugó todo, y vergüenza por haber renegado durante tanto tiempo de su apellido.

            Aquel 15 de abril nací de nuevo. Desde entonces, no falto un solo 14 de abril a mi cita en Villamaguncia de la Sierra. El panteón rojo se ha convertido en un lugar de obligada visita para quienes estudian la memoria democrática, y hasta se rumorea que lo van a declarar bien de interés cultural. En lo más alto, junto a ese ángel de mármol pequeño y feo, hemos puesto una placa con los nombres de todas las personas que están allí enterradas. Y hoy me enorgullezco de que en esa lista estén los nombres de mi abuelo y de su amigo. Y, por supuesto, de mi abuela que, sin decir nada, no dejó de pagar un solo año el canon por la conservación del panteón y, gracias a la cual, allí nunca faltaron flores frescas

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