
Cada cosa tiene su importancia, poco o mucha, pequeña o grande. La literatura n os habla de La importancia de llamarse Ernesto, y el cine de La importancia de llamarse Oscar Wilde, aunque también habla de Pequeñas mentiras sin importancia o de Gente sin importancia. Y hasta de Una mujer sin importancia, aunque todas la tengamos. Pero no siempre lo reconocemos.
En nuestro teatro, más que en ningún otro sitio, todas las cosas tienen importancia, aunque haya a quien no se lo parezca, Por eso, para cada persona, “su juicio” es lo más importante del mundo, por nimio que sea el hecho que se juzga, o por escaso valor económico que tenga su pretensión. Todo importa.
Cuando pienso esto, siempre me acuerdo de la madre de una amiga mía, que se vio involucrada en un juicio de faltas de los de antes por una riña de vecinos que la pillo en medio, La pobre mujer estaba muy nerviosa, llevaba días sin dormir y llegó al juicio más de una hora antes de que empezara, llevando sus mejores galas. La buena mujer temblaba como una hoja, y de nada servía la voz pretendidamente tranquilizadora de su hija, la letrada que iba a representarla en juicio. Lo curioso -o no- es que esa hija bregada en mil batallas judiciales también estaba de los nervios. Y es que lo que para su madre era importante también lo era para ella. Cuando, pasado un tiempo prudencial, la otra parte no se presentó y dijeron que el asunto quedaba resulto de modo favorable para ella, la madre de mi amiga nos miró con cara de no entender nada, y preguntó, al borde de las lágrimas, si es que a nadie le importaba lo que tenía que decir ella. Y la verdad es que tuve que mentirle, porque me hubiera sentido muy mal si aquella mujer, vestida de punta en blanco para “su juicio”, se hubiera ido con la impresión de que, efectivamente, poco importaba lo que ella tuviera que explicar. Como no había venido la otra parte, no había juicio de faltas, y nadie se planteaba qué pasaba con los nervios y las noches de insomnio de esta señora que nos seguía mirando con los ojos como platos.
Y es que a veces, no somos conscientes de que el tiempo y las preocupaciones de la gente tienen importancia, y vamos a lo nuestro, sobre todo en esta Toguilandia saturada donde como nos entretengamos no llegamos a sacarnos las causas de encima. Pero en muchas ocasiones hay gente que viene citada como testigo que, después de esperar pacientemente su hora de declarar, son despachados con un “ya no hace falta” sin más explicaciones. O, peor aún, con un “se suspende” seguido de la aseveración de que volverá a ser citado. Y es que hay quien no cae en que estos ciudadanos que han perdido la mañana merecen, cuanto menos, una explicación, porque el tiempo que han perdido importa. Hay muchas señorías que les explican lo sucedido, pero a veces se nos olvida. Y no debería sí. Porque importa.
Y, como digo siempre, no solo de Derecho Penal vive la jurista. Por eso recordaré un caso que me impresionó mucho en su día y todavía me impresiona al recordarlo, ocurrido en la jurisdicción civil a un juez que conozco bien. Era la época en que afloraron, por decirlo de algún modo, todas aquellas acciones preferentes con las que algunos desalmados que trabajaban en Bancos se aprovechaban de algunas personas que les confiaban sus ahorrillos de toda la vida. Un matrimonio mayor esperaba, con la misma antelación que lo hacía en su día la madre de mi amiga en su día, a que se celebrara su juicio por aquello que les colaron en el Banco y les dejó desplumados. El juicio se retrasaba bastante porque eran muchas las víctimas que se habían visto en aquel caso, y la pareja esperaba con angustia. La señora, especialmente afectada, se colgaba del brazo de su marido hasta clavarle las uñas. Y, de repente, el hombre vio como la mano de su esposa dejaba de apretarla, y caía al suelo desplomada. Aquella mujer se moría de un infarto fulminante en la puerta de la sala de vistas donde, minutos más tarde, se celebraba el juicio por lo suyo. Ganó, pero ya nunca pudo saberlo. Y a su marido, que tanto le había importado perder todos sus ahorros, dejó de importarle aquello. Y es que hasta esas cosas que tanto importaban, pueden dejar de hacerlo.
De otra parte, si hay algo que me saque de mis casillas, son las personas que te piden algo y, si te descuidas, te perdonan la vida diciendo que no te cuesta nada. Así que, aviso a navegantes, si alguien me encuentra por ahí y no quiere que pase del Dr. Jekyll a Míster Hide que no me diga eso de “no te cuesta nada”. Porque a mí, como a todo el mundo, las cosas me cuestan. Me cuesta llevar a alguien a un sitio, atender a otro alguien, cambiar un día de guardia o de juicio, o dejar a la señora que solo lleva una botella de aceite pasar por delante de mi en la cola del súper. Otra cosa es que me compense hacer lo que sea, o que esté dispuesta a hacerlo por cualquier razón. Pero todo cuesta. Que quede claro.
Por eso hoy quiero romper una lanza por todas las personas que hacen las cosas a pesar de lo que cuesta. Pero el aplauso no se lo daré a todas ellas, solo a aquellas que, además, lo hacen como si no costara nada. Y con una sonrisa. Eso sí que importa
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