Desencadenada: tecnología en positivo


Hoy en Con mi toga y mis tacones traigo un relato muy especial. El aplauso, os lo pido al final si os ha gustado

Relato ganador del 1er premio del Certamen de Literatura Mujeres de la Malvarrosa 2015

DESENCADENADA

         El día en que él me regaló aquel teléfono móvil me puse muy contenta. No era yo persona especialmente dada a las nuevas tecnologías, pero trataba de estar al día si me era posible, y aquello seguro que me facilitaba las cosas. Mi hija miraba aquel artefacto con algo de envidia, como si fuera el más preciado tesoro del mundo. Y yo, aunque en mi fuero interno habría preferido unos pendientes, o incluso un ramo de flores, agradecía aquel regalo, que era el primero que él me hacía desde hace tanto tiempo que ni me acordaba. Pero, por supuesto, nunca me habría atrevido a contárselo.

Cuando pensé aquello, de que hubiera agradecido un ramo de flores o unos pendientes, creo que fui consciente por vez primera de lo desdichada que me sentía. Tanto, que me había acostumbrado s aquella vida como si no tuviera derecho a nada mejor. A pesar de que tenía un trabajo enriquecedor, una hija maravillosa, una situación económica bastante desahogada y una salud más que aceptable, me sentía muy desgraciada. De hecho, él no dejaba de repetirme que no sabía por qué andaba siempre con esa cara de amargada cuando me tenía como una reina, me reprochaba que no me arreglara tanto como otras mujeres, me decía que no me cuidaba, y que no lo entendía, porque tenía la casa hecha unos zorros, y que si no fuera por él nos estaría ahogando la porquería.

Al principio, me dolían esas cosas. Poco a poco, me fui acostumbrando a ellas, aunque a veces me saltaban las lágrimas. Pero él también se había acostumbrado a ellas, y mis lágrimas le trían sin cuidado. Es más, últimamente, le enfurecían todavía más. Y yo solo callaba esperando que acabara aquel momento y pudiera proseguir con mi vida en paz. O más bien con ese simulacro de vida.

Me sentía como encadenada a aquella vida. Pero eran unas cadenas tan sutiles, que una no se daba cuenta que las llevaba si no trataba de avanzar más allá de lo que daban de sí. Y yo, aunque me costara reconocerlo, avanzaba bien poco. Cada vez menos. Y ya ni siquiera notaba esas cadenas.

Apenas hacía otra cosa que ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Cuando él llamaba y no estaba allí, me pedía tantas explicaciones que acabé por no salir apenas, por estar siempre disponible y localizada. Pero con eso no había bastante, y cuando llegaba, me reprochaba por lo sucia que, según el, estaba la casa, lo mal educada que estaba la niña, o por cualquier otra cosa que se le ocurriera. Y yo, poco a poco, me iba enredando en aquellas cadenas, y sólo trataba de evitar que no hubiera ninguna razón, real o imaginaria, de que él se enfadase.

Pero yo no me consideraba una mujer maltratada, ni mucho menos. ¿Cómo me iba a comparar yo con aquellas víctimas de ojos amoratados y miembros rotos, con aquellas mujeres apaleadas, apuñaladas o golpeadas hasta la muerte? ¿Yo, que a lo sumo había recibido algún empujón? ¿Yo, que tenía un trabajo, y una hija estupenda? ¿Yo, que simplemente recibía reproches que tal vez merecía? Si yo no tenía más que seguir sus reglas para tener una vida tranquila…

Y de pronto, aquel teléfono móvil cambió de aspecto ante mis ojos. Se volvió más brillante, más atractivo. Y vi en él la llave que abriría mis cadenas. Con él, podría moverme con más libertad, sin necesidad de estar siempre en casa para estar localizable y que él no se enfadara. Y mi hija me había explicado aquello de la mensajería instantánea, que me permitiría estar continuamente en contacto con mis amigos y compañeros aunque no pudiera asistir a sus reuniones. Y podría encontrar a amigos de otra época con más facilidad, porque pese a que tenía cuentas abiertas en varias redes sociales, no podía acceder a ellas con frecuencia, porque él era quien solía estar en el único ordenador que había en la casa.

Me apliqué, y me estudié las instrucciones de principio a fin, ante las carcajadas de mi hija. Me explicaba que aquel trasto era muy intuitivo, pero por más que me lo repetía, nada tenía que ver para mí la intuición con manejar aquel cachivache. Eso sí, con intuición o sin ella, conseguí hacerme con el manejo del móvil en un tiempo récord, y en un par de días ya tenía todos los contactos guardados, todas mis cuentas de redes sociales seleccionadas, y me agenda llena. Y me dispuse a dar un giro a mi vida.

Así que aquella semana, cuando mis compañeros de trabajo dijeron de tomar una cerveza, se sorprendieron de que yo me apuntara. Yo siempre declinaba la invitación con cualquier excusa, pero en realidad trataba de evitar que él llegara a casa y no me encontrara, y la cosa deviniera en bronca inevitable. Y le mandé un mensaje diciéndole que llegaría más tarde y que la comida estaba encima del banco de la cocina.

Todo fue estupendo, o así lo parecía. Y yo salía y entraba con esa pequeña libertad que había olvidado que existía. Estaba feliz, y no me separaba de mi móvil, como si se tratara de una tabla de salvación. Más que por las noches, en que lo dejaba cargando batería en la cocina.

Ese fue mi error. Al levantarme una mañana, e ir a coger mi preciado tesoro, él lo tenía en sus manos. Sus ojos estaban inyectados en sangre, fuera de las órbitas, y tecleaba furiosamente, mostrando mis conversaciones y pidiéndome explicaciones que no me permitía dar.

De pronto, todo se hizo oscuro. Lo siguiente que vi fueron las paredes blancas de una habitación de hospital, después de hacer un inmenso esfuerzo para abrir los ojos. Mi hija me tomaba la mano y lloraba en silencio.

Empecé a recordar retazos sueltos de lo sucedido. El, fuera de sí, me recriminaba que tenía un amante. Decía que llevaba tiempo sospechándolo y que por eso me había regalado el móvil, para poder tener las pruebas de mi traición. Tergiversaba todos mis mensajes, que se había aprendido de memoria y, de pronto, toda su furia se concentró en su manos, que se estrellaron una y otra vez contra mi cuerpo y, sobre todo, contra mi alma.

En su obcecación, no se dio ni cuenta de que no estábamos solos en la cocina. Mi hija se había despertado con los gritos y llegó en el momento justo para evitar que aquel estallido me llevara a un lugar más lejano que el hospital en el que me hallaba, a un lugar desde el que nadie regresaba.

Hoy, pasado el tiempo, no tengo más que agradecimiento para aquel regalo. Aunque mi hija trató de no nombrarlo siquiera porque era el desencadenante de la tragedia, yo no pienso eso. Aquel artefacto en realidad salvó mi vida. Sin él, jamás me hubiera dado cuenta de que estaba encadenada, de que esas cadenas cada día apretaban más y me estaba acostumbrando a ellas. Sin él nunca habría sido libre.

Y sin él, es posible que él nunca hubiera sido condenado. Mi hija lo cogió y fotografió su furia al tiempo que impedía que siguiera golpeándome. Y esa fue una prueba imbatible en el juicio. Y la llave que por fin abrió mis cadenas para siempre.

4 comentarios en “Desencadenada: tecnología en positivo

  1. Te aplaudo ya que tienes fuerza narrativa y es una historia que te lleva, vas con ella de la mano, entretenida. Te aplaudo también porque eres una grande, y te aplaudo ya que me has dejado sin palabras para decir realmente lo que habría deseado decirte. Mi admiración. 💯Un abrazo bién grande, como tú. ❤️

    Me gusta

Deja un comentario