
Hoy recupero este relato que en su día ganó el certamen Mujeres del Ayuntamiento de Benetusser, y que forma parte de mi antología Remos de plomo
Un mensaje de esperanza en este año en que la cifra de mujeres asesinadas es insoportable. Espero que os guste
DE FLOR EN FLOR
La primera vez que vi a Julia pensé que jamás había visto una cara tan radiante. Su sonrisa abierta y sus ojos brillantes asomaban por detrás de la enorme y exquisita orquídea blanca que yo misma le había entregado, y hasta me pareció ver deslizarse por su mejilla una lágrima que no podía ser sino de alegría. Me dio las gracias con una risa nerviosa y me entregó una propina desmesurada para lo que era habitual. Era una mujer feliz.
El suyo era el primero de los encargos que tenía para aquella mañana. Mi madre tenía un puesto de flores en el mercado, y yo la ayudaba haciendo el reparto un día tras otro. No era un mal trabajo. Aunque a veces era agobiante sortear el tráfico a bordo de una cochambrosa furgoneta que hacía ya mucho que vivió tiempos mejores, las caras de los destinatarios de mi mercancía, mayoritariamente mujeres, cuando la recibían, solía compensarme. Y a mí me gustaba imaginar las historias que se escondían detrás de aquellos ramos y centros de flores.
Julia me llamó la atención desde el primer día. El brillo de sus ojos al recibir aquella flor exquisita hubiera sido capaz de iluminar una ciudad entera.
No tardé demasiado en volverla a ver. Apenas habían pasado un par de meses desde aquel día volví a recibir el encargo de llevarle algo. Se trataba de un ramo de rosas rojas, veinticinco exactamente, tantas como años cumplía, según rezaba la tarjeta que ella misma abrió nerviosa ante mis ojos. Me alegré de volverla a ver. De nuevo sonreía, aunque me pareció advertir que sus ojos no brillaban de la misma manera que la primera vez. Pero pensé que quizás el tiempo transcurrido había deformado mi recuerdo.
Poco a poco, los encargos destinados a Julia pasaron a ser una constante en mi trabajo. Con mucha más frecuencia que cualquier otro cliente que nunca hubiéramos tenido, el hombre que enviaba flores a Julia usaba nuestros servicios. Mi madre, que jamás participaba en las entregas, decía que debía estar muy enamorado, y así debía ser. Pero a mí había algo que no me encajaba. Nunca volví a ver aquella cara de alegría que ella tenía el primer día, y a cada entrega parecía apagarse más y más su mirada.
Pese a todo, no empecé a sospechar lo que pasaba hasta transcurrido un tiempo. Al cabo de unos veinte días del día de su cumpleaños, fui de nuevo a llevarle un ramo. Esta vez se trataba de un bonito y alegre manojo primaveral, con lirios, claveles, margaritas y pequeñas flores de todos los colores. Sólo con verlas entraban ganas de reír. Pero Julia esa vez me abrió la puerta y sin apenas despegar los labios, tomó el regalo y susurró un simple “gracias”. Ni siquiera me dio propina alguna, ni creo que llegara a pensarlo. Sus ojos habían perdido el brillo casi por completo, aunque sus labios se esforzaban en esbozar una leve sonrisa.
A ese encargo le siguió otro, y otro, y otro más. Preciosos tulipanes amarillos, centros de flores exóticas, primorosas violetas. Y la mujer que los recibía parecía ganar años cada vez. Y tenía una permanente mueca de asco que fingía ser una sonrisa sin lograrlo. En un par de meses, apenas recordaba aquella Julia de mi primera entrega.
No tardó en llegar el día en que se confirmaran mis sospechas. Debía entregar un maravilloso ramo de rosas blancas de tallo largo a su nombre, pero en vez de a su casa, a la dirección de un hospital. Me maldije a mí misma. Sabía que ese día había de llegar, pero había mirado hacia otro lado. Y ahora Julia yacía en una clínica, seguramente con el cuerpo y el alma rotos.
Habían transcurrido unos días cuando el siguiente encargo me dejó helada. El último pedido recibido a nombre de Julia era una corona de flores. No volvería a ver la mirada de Julia. Había podido hacer algo por ella, y no lo hice. Lloré de rabia y dolor y me maldije a mí misma.
Nos dijeron que vendrían a recoger el pedido. Mi madre y yo nos sentamos a esperar sin pronunciar palabra, y, de pronto, nos quedamos boquiabiertas ante lo que vimos.
Julia, en persona, apareció allí y, tras pagar la corona ante nuestra mirada atónita, dijo que iba a enterrar su vida anterior. Su vida con él. Para eso quería la corona de flores.
No hemos vuelto a ver a Julia nunca más pero sé que ahora sus ojos brillarán de nuevo.