
Hoy nuestro teatro no va a hablar de actualidad, que bastante polarizada está como para añadir leña al fuego. Hoy comparto un relato autobiográfico. Aquí hay muchas notas que empezaban a pintar la mujer en la que me convertí
Espero que os guste
LA LECTORA
No tengo un recuerdo claro de cuándo aprendí a leer. Solo recuerdo el momento en que ya leía. Todavía no iba al colegio, que se negaba a admitir en septiembre a niñas que no tuvieran los cuatro años cumplidos, por más que los fuera a cumplir en el año escolar. Son las cosas que pasan por nacer en Navidad. Y fue esa Navidad, precisamente, la que tuve uno de los mejores regalos de mi vida.
La lectura fue el regalo que me hizo mi abuelo, con el que me llevaba la friolera de noventa años, poco antes de irse. Recuerdo tardes al sol en la terraza, meciéndonos en el balancín mientras mirábamos las cartillas escolares que no sé bien de dónde sacó. No me acuerdo de haber aprendido a leer, pero me acuerdo de que leía. Desde entonces y para siempre.
Mi abuelo se fue, pero me dejó su regalo, un regalo que he conservado como oro en paño, y que me ha convertido en lo que soy. Me regaló una nave en el que viajar a donde quisiera, una máquina del tiempo que me transportaba a cualquier época y una varita mágica con la que podía convertirme en quien quisiera. Me regaló una herramienta de poder y un instrumento de placer con una sola indicación: que lo cuidara. Y jamás falté a la promesa de hacerlo.
Con mi regalo por bandera, fui atravesando las fases de la vida. Leía aquellos cuentos troquelados de La ratita presumida y Los tres cerditos. Oía a mi madre pedir al lobo de los Siete Cabritillos que enseñara la patita por debajo de la puerta. Y veía como, poco a poco, las letras ganaban espacio a las ilustraciones hasta dejarlas casi inexistente. Me hacía mayor al tiempo que crecían mis lecturas.
Llegaron los tiempos de Enid Blyton. Los Cinco, Los siete secretos, Santa Clara y mis preferidos, la serie de Torres de Malory. La de noches que pasé releyendo con la linterna debajo de las sábanas e imaginando que yo era Darrell Rivers, alumna del internado de Torres de Malory. Hasta que hubo un momento en que no tuve bastante. Sin darme cuenta, igual que no me di cuenta de cuándo empecé a leer, tampoco supe cuándo empecé a escribir mis propios cuentos, pero llegó un día en que escribía. Y ya no paré nunca
Mientras tanto, seguía leyendo todo lo que cayera en mis manos. Los clásicos del colegio, aquellas novelas rosas que mi madre guardaba de otra época, los cómics encuadernados de mi hermano o las enciclopedias por fascículos que mi padre atesoraba y encuadernaba, de los más variados temas. Estaban los Episodios Nacionales y la Historia de la Literatura Española que ahora han pasado a ser parte de mi tesoro personal, pero también estaba El hombre y la tierra, Manos maravillosas, Historia del arte, Historia de España o Bricolaje. Nada se me resistía.
Mis relatos empezaron a aparecer, aquí y allí, al igual que aparecían poesías de amores adolescentes, poesías que querían ser como la Margarita de Rubén Darío que mi madre recitaba y que, a sus noventa y seis años, todavía recita de memoria. Ni sé las veces que leí las Rimas y leyendas de Bécquer por devoción después de que, por obligación, tuviera que leerlas en el colegio.
Pero el destino quiso que diera un paso más. Las circunstancias me llevaron a otros lugares de la mano de unos libros que yo jamás hubiera escogido. Fue el día en que me convertí en lectora, con mayúsculas. La lectora de mi padre.
Cuando yo tendría unos diez años, los ojos de mi padre se apagaron. Esos ojos, que tanto se habían alimentado de letras, por obligación por su profesión de abogado, y por devoción por su condición de apasionado lector, fueron perdiendo su luz poco a poco hasta no ser capaz de distinguir ni el cartel de la farmacia, el más grande y llamativo de nuestro barrio.
De nuevo ignoro el día en que empecé a leer para él, pero si me acuerdo de estar leyendo en voz alta. Primero fueron revistas y diarios. Mi padre, fiel suscriptor de los dos periódicos más leídos de nuestra Valencia, Levante y Las Provincias, necesitaba estar al día de todo. Y en varias versiones, que eran el modo de conocer lo más próximo a la verdad, como él decía. Mientras yo estaba en el colegio, oía las noticias en radio y la televisión y, cuando yo podía, se las leía de ambos periódicos. Los fines de semana, cuando las clases del colegio y las de ballet me dejaban tiempo, las leíamos enteritas, de cabo a rabo, incluidos los deportes de los equipos regionales. Solía aderezarlos con historias de cuando él jugaba al fútbol en regional, o de cuando iba con mi madre a ver los partidos de fútbol, o los encuentros de boxeo o lucha libre, que ella aborrecía.
Cada semana, esperábamos el Teleradio, la revista que comentaba los programas de la única televisión existente. Celebrábamos juntos los estrenos que venían y nos indignábamos cada vez que la sinopsis contaba más allá de lo que debía, algo que entonces se llamaba simplemente “hacer la puñeta” y hoy se llama “spoiler”, un anglicismo que creen que queda más fino. Si mi padre se enterara que usaban tal término, estoy segura que dejaría de comprar la revista, Por eso, entre otras cosas, le ocultaba gran parte de los reportajes del Super Pop, que me dejaba comprarme si le traía a tiempo la revista de la televisión.
Y, como una cosa lleva a otra, llegó el día en que me encontré leyendo algo más que prensa. Tampoco sé cómo surgió, pero me recuerdo a mí misma recostada en la cama de mis padres, leyéndole El cuarto protocolo, de Frederic Forsyth, un libro que jamás hubiera leído si no fuera porque se trataba de uno de sus autores favoritos, y me había convertido en sus ojos.
A ese siguió otro, y otro más. Todas las novelas que nunca hubiera leído cayeron en mis manos para que él no dejara de disfrutar del regalo de la lectura. Impostaba mi voz, cambiaba los tonos y hasta trataba de hacer las voces que imaginaba que los personajes tendrían. Leímos a Hemingway y su Fiesta, a Zane Grey, leímos Coma y otras obras de Robin Cook, esos thrillers médicos que han resultado menos ficción de los que parecían, y muchos más.
También leímos juntos algunos de los libros que eran lectura obligada en el colegio. Una parte del Quijote o La Celestina, y Crimen y castigo, de Dostoievski, que descubrimos y disfrutamos al mismo tiempo. Y recuerdo como si lo estuviera viviendo ahora mismo, como leímos, comentamos y criticamos Tiempo de silencio y El Jarama
Con el correr del tiempo, sé que gran parte de lo que soy se lo debo a esos tiempos. El tesoro de la cultura fue una herencia inestimable, y la práctica y la dicción que adquirí han sido parte importante del bagaje de mi profesión, tanto para aprobar el examen oral como para hablar en público. Sin saberlo, o quizás sabiéndolo, mi padre me estaba proporcionando los mejores mimbres para hacer la más fantástica de las cestas.
No obstante, él siempre dijo que lo que más le gustaba leer era lo que yo escribía, aunque fueran ripios con ínfulas de poemas románticos.
Mi recuerdo preferido es el de aquel día en que le leí el relato con el que había ganado el concurso que organizaba Manantial, una conocida librería de Valencia. El tema que escogí era el terrorismo, y estaba escrito en forma de carta que un terrorista escribía a su madre. La parte que a él más le gustaba era, precisamente, la que no había escrito yo. Era una frase garrapateada por el presidente del jurado de aquel premio, que decía “nunca dejes de escribir”. Ese día mi padre me hizo prometérselo.
Lo hice, Y hoy, como cada día desde entonces, lo estoy cumpliendo.