Barbie: no somos muñecas


         El mundo de los juguetes en general y de las muñecas en particular siempre ha tenido mucho atractivo, y no solo para niñas y niños. En estos días se habla mucho de la película Barbie, aunque hay otras películas de juguetes famosas, como la saga de Toy Story –su frase “hasta el infinito y más allá, ya forma parte del lenguaje común- o, al otro lado del espectro, la de Chucky, el muñeco diabólico, que hasta novia tiene. Y es que es difícil imaginar una infancia sin muñecas.

En nuestro teatro, obviamente, ya hace tiempo que dejamos de jugar con muñecas, aunque de vez en cuando pasan cosas que nos recuerdan aquellos tiempos pasados. Yo, por mi edad, soy más de la generación de Nancy, pero seguro que todas las personas que paseamos nuestras togas nos identificamos con ella o con cualquier otra, como Barbie o Bratz –para las más jóvenes- con bebés como Nenuco o Baby Mocosete o el diminuto Barriguitas o con machotes de pelo en pecho como Madelman o Geyperman. Sin olvidar, por supuesto, a Pin y Pon o a los imprescindibles Clics de Playmóbil, alguna de cuyas imágenes han ilustrado nuestros estrenos. Como los han ilustrado, cómo no, todas esas muñecas a las que mi madre –u otras madres- han vestido con toga y puñetas, empezando por mi propia Nancy, la auténtica, aquella con la que tanto jugué de niña y que ahora preside la estantería de mi despacho con su toga y sus tacones.

Pero no hay más que abrir los ojos para comprobar que, aunque no lo creamos, sí que hay muñecos por Toguilandia. Igual, hasta por la noche montan alguna fiestecita como sus compañeros de Toy Story. Recuerdo que, en los primeros tiempos de los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, cuando andábamos improvisándolo todo, nos encontramos con que no sabíamos muy bien qué hacer cuando las víctimas venían acompañadas de sus criaturas, a las que no iban a dejar solas. Entonces, decidimos traer los juguetes que ya hubieran desechado nuestras hijas e hijos, y los colocamos en una salita que constituyó la primera sala de espera para la infancia. Y la verdad es que fue todo un éxito a coste cero. Y es que, muchas veces, querer es poder. Y, a falta de medios, soluciones imaginativas.

Ahora, por fortuna, cada vez se ven más ejemplos de salas amables donde niños y niñas se sientan lo menos mal posible dadas las circunstancias. Y, aunque aun nos queda camino en esta vía, quizás a día de hoy el ejemplo más paradigmático venga constituido por las cámaras Gesell, destinadas a recibir declaración testifical a menores en un ambiente agradable y guiados por un profesional de la psicología en vez de un señor o señora vestido con un batín negro, como me llamaron a mí una vez en juicio.

La verdad es que a mí me sigue provocando ternura ver a esas criaturitas que llegan al juzgado de la mano de su madre y agarradas a su osito de peluche, su muñeca, o cualquier otro juguete que les dé seguridad. Algunas cosas siguen iguales por mucho que pase el tiempo. En más de una ocasión he visto a funcionarias hablando al osito, dándole de comer o acunándole para que su pequeña propietaria se tranquilizase.

Pero no todo son ternura y sonrisas. Como a veces pasa en los pleitos de familia, en que las partes se enzarzan por las cuestiones más nimias, he visto peleas que empezaron porque no metió el muñeco del nene en la mochila o porque lo entregó al otro progenitor sucio o roto, con el consiguiente disgusto de su pequeño propietario. En un caso, trajeron al osito casi despedazado, con su relleno de trapo saliéndose por las costuras y sin un ojo, y reconozco que tuve un pellizco en el alma pensando en la carita de la pobre niña cuando le viera así. Cursi que es una, que le vamos a hacer.

Pero volviendo a Barbie, la de la película y la que ha estado en las casa de cualquier niña, es una invitación a la reflexión. Una reflexión, de una parte, sobre los estereotipos físicos que en más de una caso, esclavizan a las personas hasta hacerles hacer verdaderas barbaridades, y, de otra, en el largo camino hacia la igualdad y a inmundo donde las mujeres –y también los hombres, podamos ser lo que queramos sin que nadie nos estigmatice por nuestro sexo. Ahí es nada.

Y, con esto, se cierra el telón por hoy. El aplauso se lo daré esta vez a todas esas madres que confeccionaron las togas de nuestras muñecas, y no solo por eso, sino porque antes pusieron toda la carne en el asador para que sus hijas pudiéramos lucirlas y ejercer nuestro oficio. Nunca se lo agradeceremos bastante.

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