
Todo el mundo hemos oído hablar alguna vez del hambre y sed de venganza. Y, salvo que seamos ursulinas descalzas, seguro que también lo hemos sentido alguna vez, aunque luego no lo llevemos a la práctica. O sí. Que nunca se sabe. La Venganza da título a más de una película, y es el argumento de otras muchas, La jungla de cristal, Centauros del desierto, Carrie o Balada triste de trompeta son algunos ejemplos, aunque hay muchos más. Ojo por ojo, entre ellas
En nuestro teatro la venganza no tiene, en principio, trascendencia jurídica, aunque en más de un caso nos la pueden intentar colar disfrazándola de atenuantes como la legítima defensa, el estado de necesidad o el arrebato u obcecación. Pero es difícil que cuele, la verdad sea dicha.
Entre los casos más terribles de venganza, recuerdo el de una mujer que, después de años de ser maltratada por su marido, cuando el maltrato no solo no era delito sino que había que aguantarlo porque las cosas eran así, acabó matándolo. Nunca supe si era el miedo a ser nuevamente agredida o una auténtica venganza pero, aunque fue condenada, se le aplicó una atenuante de legítima defensa incompleta que le rebajó sustancialmente la pena.
Aunque para casos terribles de venganza, el que cuenta la periodista –y amiga- Gema Peñalosa, en su libro Fuego, que relata un caso real ocurrido en un pueblo de Alicante, donde una mujer acabó quemando vivo al violador de su hija menor de edad, después de que este, tras salir de la cárcel, se jactara o poco menos de lo que hizo. Lo más doloroso de este caso es que el suceso original, la violación de la niña menor de edad entonces, no generó ninguna empatía en sus convecinos, generándola, sin embargo, el violador, pese a haber sido condenado. Visto desde fuera, es difícil no ponerse en la piel de aquella madre destrozada y justificar de algún modo su acción, pero no podemos caer en eso. La ley del Talión –ojo por ojo, diente por diente- no puede aplicarse en un Derecho civilizado como el nuestro.
Otro caso de venganza mal entendida que me impresionó mucho en su día -aún se me eriza el vello de recordarlo- fue el de un vecino que, harto de que el inquilino del piso de arriba no bajaran el volumen de la música tal como les había pedido, subió a su casa y, ni corto ni perezoso, le cortó el cuello con una catana que tenía colocada a modo decorativo sobre el cabezal de su cama. Ni que decir tiene que fue condenado y requetecondenado, sin que su explicación acerca de las preferencias musicales de la víctima tuviera ninguna incidencia en la pena, como no podía ser de otro modo. No obstante, recuerdo otro detalle curioso de este caso. El culpable, tras su acción homicida, volvió a colgar la catana, tras haber limpiado la sangre, en el mismo sitio. Y cuando le preguntaron por qué limpió la sangre dijo “que le daba pena de la catana, con lo bonita que quedaba en la habitación”. Tal cual lo cuento.
Por su parte, hay un tipo de venganza que ya ha adquirido carta de naturaleza en nuestro derecho como delito, la llamada porno venganza, que consiste, esencialmente, en desvelar datos íntimos de la víctima para dañarle. Sus modalidades más frecuentes son el sexting, en el que el autor envía vídeos o imágenes íntimas que en su día obtuvo con el consentimiento de la víctima –normalmente, porque tuvieron una relación de pareja o similar- poniéndola en la picota. Otro tipo es el que cometen quienes, tras sentirse despechados por la personan que amaron, se dedican a colocar su nombre y su teléfono en páginas de contactos anunciando servicios sexuales, lo que hace, entre otras cosas, que ella sea continuamente molestada por eventuales “clientes” en busca de tales servicios
Pero no todos los casos de venganza son terribles, por fortuna. He conocido algunos que hasta son susceptibles de despertar hilaridad, por lo pintoresco de sus planteamientos. Siempre recordaré a una buena mujer que, tras pensárselo mucho después de un rosario de procedimientos, dijo muy seria que accedía a que la custodia de su hija la tuviera su marido. “Así sabrá lo que es aguantarla y tendrá que lavarle la ropa y recoger todo lo que deja tirado”. Bonita venganza la de la buena mujer, aunque al final no la consumó y acabó quedándose con la custodia del angelito.
Especialmente curiosa fue la venganza perpetrada por una novia despechada contra su novio infiel. Se dedicó a repartir octavillas –entonces no había redes sociales- donde, simplemente, decía que Fulanito la tenía pequeña. Y ya sabemos que para algunos machitos este es el peor insulto que se puede recibir.
Y luego están esas venganzas de las riñas vecinales que tantas horas de juicios de faltas nos dieron, como la de la mujer que, para vengarse de su vecina, tiraba lejía cuando acababa de tender, echándole a perder la colada. Todo un clásico. O la del vecino que ponía cartelitos en el tablón de anuncios del edificio con indirectas del tipo “alguien deja los excrementos de su perro en el ascensor” o, la mejor “alguna vecina hace topless en su terraza”. Ahí lo dejo.
Y es que vengarse pude ser humano pero, a veces, es un delito. Por eso, hoy quiero dar el aplauso no a quienes se vengan sino a quienes tienen que juzgarlas. Porque en algunos casos como los que he contado, es francamente difícil.