Excusas: no todo vale


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Recuerdo que cada vez que trataba de dar explicaciones a algo que había hecho mal, o no tan bien como se esperaba de mí, mi madre me salía al paso diciéndome que aquello eran excusas de mal pagador. Ya podían ser las notas del cole, por haber llegado tarde y por no haber arreglado mi habitación –esto último, lo más freecuente-. Y es que las cosas hay que hacerlas cuando hay que hacerlas. Y como hay que hacerlas, desde luego.

El teatro no puede ser una excepción. Imaginemos que una escena no se rueda porque el cámara llega tarde, o que el estreno o la entrega de premios no tiene lugar porque olvidaron la alfombra roja en el tinte. No colaría. Como nunca han colado las actitudes de esos divos y divas que, llevados de su divismo, se permiten llegar cuándo y cómo les viene en gana. Por más divos que sean, sus carreras acaban acusándolo porque no se puede trabajar con tal falta de respeto al prójimo, que sí que cumple. Las excusas en sí mismas son el leit motiv de algunas películas, como la propia ¡Excusas!, o alguna otra cuyo título ya en sí mismo lo es como Los chicos no lloran, Papá está en viaje de negocios o ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?. Y es que, aun cuando vengan a modo preventivo, ya se sabe eso de “excusatio non petita, acusatio manifiesta”.

Nuestro teatro y sus protagonistas, como no podía ser de otro modo, está plagado de excusas. Algunas admisibles, como la sempiterna falta de medios que impide tantas cosas, y otras menos. Y vienen de todas partes. Veamos si no.

La tardanza es una de las razones que más hace mover la imaginación para crear excusas, reales o inventadas. Y, en los más de los casos, tuneadas. Un semáforo en rojo se puede convertir, a la hora de pedir disculpaas, en un atasco inconmensurable, y una simple vomitona del niño en una gastroenteritis vírica de grandes dimensiones, que suena mucho más fino. En mi primer destino, Castellón, a 70 kilómetros de mi docmicilio habitual, me encontraba más de una vez con abogados que llegaban tarde aduciendo que venían de Valencia, y que ya se sabía. A mí se me llevaban los demonios pensando que si yo me había pegado el madrugón de la vida para estar convenientemnte toguitaconada a la hora señalada, a ver por qué no lo podían hacer los demás. Y una vez, ya harta, porque solía tratarse de las mismas personas, me decidí a contestar. “No lo puedo saber, el Ministerio Fiscal se teletransporta para llegar a tiempo”. Fue agua de mayo, porque al menos por parte de esa persona no volvió a contarme el mismo cuento. Eso sí, cambió de discurso, y en otra ocasión me dijo “yo no soy el típico abogado jovencito que llega tarde”. Pero como ya me había venido arriba, le dije muy seria que el típico abogado jovencito lo último que haría sería llegar tarde a una vista. Y me quedé más a gusto que un arbusto.

Pero no quiero hacer de esto una guerra de profesiones. Tardones los hay en todas partes. Y hubo una vez que, ante una juez que sistemáticamente empezaba media hora después de lo que ella misma señalaba, me atreví a sugerirle que retrasara la hora del primer señalamiento. Pero, lejos de admitir mi sugerencia, me dijo que yo no sabía lo duro que es tener niños pequeños. Por supuesto, le dije que no, porque como todo el mundo sabe los hijos e hijas de las fiscales nacen con doce años cumplidos. Faltaría más.

Pero he de reconocer que las excusas más pintorescas me han venido de los propios acusados, algunos tan ingeniosos que ganas dan de aplicarles alguna atenuante analógica, por ser capaces de hacernos reir –o sonreir al menos- aunque estemos en medio de una guardia interminable. Los delitos contra el patrimonio de toda la vida espoleaban la imaginación de quines los cometían y así, he oido contar sin sonrojarse que aquel flamante radiocassette nuevecito –sí, existieron- lo habían encontrado en el contenedor. En mi primera guardia en prácticas casi se me escapa la carcajada al oir a una juez que ante semejante alegación, le dijo muy seria que menuda suerte tenían, que ella tiraba la basura todos los días y jamás había visto esas cosas en el contenedor de cerca de su casa. Y ojo, que aquél no se arredró, y le constestó que sería porque no miraba en los contendores adecuados. Y tan fresco.

En otro caso, el detenido nos explicó cariacontecido que debiamos entender que dejar una moto tan nueva, tan bonita y tan brillante en medio de la calle era una tentación a la que nadie podría sustraerse. Y se quedó tan tranquilo.

Pero mi excusa preferida fue la de un imputado –hoy sería investigado- que, en el trámite de la última palabra tras una compaecencia de prisión que le iba a llevar a la cárcel con toda seguridad, nos dijo que no podíamos meterlo allí porque tenía claustrofobia y no podía estar encerrado.

Aunque hubo otro que le iba a la zaga. Ante la perspectiva de una orden de protección que le iba a alejar unos cuantos metros de su ex novia y el domicilio de ésta, me dijo muy serio que no podía ser, porque él tenía que ir al gimnasio que estaba justo ahí. Amablemente, le expliqué que si ése era su problema, no se preocupara, que le enviaría a un sitio donde tendría gimnasio todos los días, y gratis, y que se llamaba centro penitenciario. Ni que decir tiene que, de pronto, la perspectiva de abandonar su amado gimnasio no le pareció tan terrible.

Pero si estas excusas son en cierto modo comprensibles, hay otras que no lo son de ningún modo, y que vienen de mucho más arriba. Y que no son otras que las que dan día sí y día también quienes se deberían encargar de proporcionarnos medios y no lo hacen. Esas sí son imperdonables. Pero ahí siguen. Sin darse por aludidos.

Así que hoy el aplauso no será para las excusas, ni para quienes las utilizan. Será, una vez más, para todos los que hacen su trabajo pese a todo y pese a todos. Sin ninguna excusa que lo impida.

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