Concisión: la segunda C


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Hablábamos en el anterior estreno –sin ánimo de emular a Fray Luis de León, Dios me libre- de las tres C que aprendí dando mis primeros pasos toguitaconados: claridad, concisión y contundencia. Y de lo necesario que resulta hablar y escribir claro, en el teatro y en la vida, so pena de que la forma impida ver el fondo del mensaje.

Ser conciso es el segundo de los 3 mandamientos. Aunque en este caso no venga Charlton Heston a abrir las aguas del Mar Rojo para descubrirlo. Pero a nadie se le escapa que si se quiere transmitir un mensaje, más vale hacerlo de modo que sea comprensible y, sobre todo, que el espectador no se haya cansado cuando llegue. Mejor saber que Dorian Grey entregó su alma al diablo no sea que cuando descubre el retrato nos pille roncando en la butaca. Y eso es labor de quienes dirigen e interpretan la obra.

Nuestro teatro no anda a veces demasiado sobrado de esa concisión. Hace ya tiempo que desapareció por disposición legal el gerundismo, esos considerandos y resultandos que hacían que las sentencias difícilmente se fueran soportando, entendiendo  y aplicando, pero todavía quedan resquicios de ese modo alambicado de expresarse, como si hubiera que buscar el contenido en una especie de ginkana de aforismos y palabrejas. Entre Atrapa a un ladrón y Toma el mensaje y corre.

Sin ánimo de ofender a nadie, ¿quién no ha visto fundamentos en sentencias que a costa de citar preceptos de la Constitución, de Declaraciones de Derechos y hasta de las leyes de Wisconsin o Alabama? Y ojo, que si son aplicables, pues se citan y punto, pero hay veces que ese corta y pega que tan bien nos viene engorda los párrafos con más de algún detalle innecesario. Y conste que tampoco es patrimonio exclusivo de los jueces, que también he visto algún informe de fiscales que meten más paja de la necesaria o de Letrados que en sus recursos hacen otro tanto. Y, por supuesto, no es la regla general, pero como las meigas, haberlas, haylas.

Y para que no se me tache de criticona –que un poco, sí lo soy- empezaré entonando el mea culpa. Cando empezaba a despegar en mis primeros vuelos por Toguilandia, todavía pensaba que un escrito de un solo folio no resultaba lo suficientemente impresionante para convencer al tribunal. Y mucho menos un informe oral que no pasara de cinco minutos. Alguna vez he contado uno de mis primeros juicios de faltas, cuando estaba en prácticas, en que invertí tres cuartos de hora para un tipo que había subido sin billete en el tren y que además, reconocía los hechos, ante la paciencia infinita de la juez que, veinte años más tarde, no debe haber olvidado aquella plasta infumable de fiscalita recién estrenada. Y también recuerdo otra ocasión, en una de mis primeras intervenciones en Sala, en que me empeñé en explicar hasta la saciedad en qué consistía el dolo y sus clases antes de entrar en materia, un atraco en un banco si no me falla la memoria. Ni que decir tiene que al pobre presidente, por aquel entonces a punto ya de la jubilación, casi le da un jamacuco de aguantar mi perorata. Y también recuerdo a otro magistrado más joven que, educadamente, me dijo que mi informe había sido muy bonito pero que a la próxima recordara que agradecían mucho el ir al grano. Y la verdad, le agradecí el consejo. Y jamás me volví a enrollar más de lo necesario hablando del dolo o de los elementos de la acción penal. O eso creo, vaya.

Pero si hay un punto caliente en la necesidad de concisión, ése es el interrogatorio, sea de quién sea y por parte de quien venga. Esa fórmula del “diga ser cierto” hace que el propio interrogado no se entere demasiado de lo que le están preguntando, como tampoco se entera si la pregunta es tan larga que no llega a saber dónde está el sujeto y dónde el predicado. Se consideren o no sugestivas, capciosas o impertinentes, como dice la ley. Siempre que oigo esa fórmula, me viene a la cabeza un forense muy guasón que, ante una pregunta kilométrica, con el consabido “diga ser cierto” dijo, ni corto ni perezoso “ser cierto”, tan como suena. Y añadió inocentemente “¿no me ha dicho que lo diga?, pues lo digo: ser cierto”. Aún me río pensando en lo que nos costó reprimir la carcajada. Y es que no era para menos.

Así que hoy el aplauso va para quienes son capaces de decir las cosas sin circunloquios, para hacerse entender por aquél por quien deben ser entendidos en cada caso. Que el refranero es muy sabio y lo bueno, si breve, dos veces bueno.

 

 

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