Madrepantojismo: corazón y derecho


 

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Pocas cosas hay más típicas del mundo de la farándula que la figura de la madre de la artista. Aparece por doquiera que va, cuanto más folclórica mejor, cuidando de que La Niña de sus ojos esté bien cuidada, bien atendida y se luzca como es debido. En la realidad y en la ficción, que recuerdo bien a la madre de Romy Schneider haciendo de madre de su hija travestida en Sissi Emperatriz.

Por eso, en cuanto saltó de las redes el #RETOBLOG referido a la patria potestad digital, acepté rauda y veloz, cual Indiana Jones En busca del reto perdido. Que ya se sabe que a esta bloggera toguitaconada le va eso de El reto que vivimos peligrosamente.

El madrepantojismo -y, de un tiempo a esta parte, padrepantojismo también- es algo que cualquiera que tenga hijos o hijas ha experimentado alguna vez. Tu criatura es la más graciosa, la más pizpireta y la más fantástica que hay, y bien que estará darla a conocer al mundo. Una tentación en la que es fácil caer, de ahí que haya habido más de un incauto atrapado en una estafa por un supuesto book que pagaba a tocateja e iba a catapultar a su simpar vástago a la fama, por medio de anuncios o castings para los que sería avisado, y que nunca llegaron. Seguro que le suena a más de una y de uno.

Pero nos olvidamos que detrás de nuestros propios sueños y afanes de gloria hay una criatura a la que tal vez no hará ninguna gracia verse expuesta a tirios y troyanos. No hace mucho leía que una joven demandaba a sus padres por las fotografías que compulsivamente habían compartido en redes sociales mientras era menor, y que le habían hecho cargar con las mofas y befas de todo aquel que se hubiera asomado a Internet para verlas.

Que se lo digan si no a la famosa Andreíta, cuya obstinación en no comerse el pollo casi la convierte en un fenómeno mediático, y eso que por aquel entonces no existía la difusión que las redes proporcionan a cualquier cosa que se comparta en un nanosegundo. Lo bien cierto es que la niña en cuestión salía en teles y revistas día sí y día también, sin que nadie le preguntara y sin que sepamos tampoco qué opinaba al respecto su padre, otro habitual de la prensa del colorín. Lo que no sabe mucha gente es que semejante afán exhibicionista hizo que la fiscalía actuara para parar los pies a aquella madre demasiado orgullosa de su niña y de la simbólica corona popular con que algunos medios adornaban -y siguen adornando- su imagen. Pero claro, era mucho más entretenido permanecer a la espera, no solo del affaire del pollo, sino de las constantes incidencias en cada entrega y recogida de la criatura por sus progenitores, que hacerse eco de las acciones debidas en defensa del menor. La dictadura de las audiencias, supongo.

Y haciendo un poco más de Remember when, seguro que cualquiera recuerda las apariciones en el escenario de un mocito que apenas sabía andar, vestido de principe de Beukelaer y enredándose con los volantes del traje de su madre, que arrancaba una salva de aplausos en ese momento, clímax de la actuación. También ignoro lo que el muchacho en cuestión pensará ahora al verse, más allá de añorar la melenita estilo paje de la que no queda ni sombra. Pero tal vez sin esa sobreexhibición el futuro de ese muchacho, como de otros hijos e hijas de la farándula, hubiera podido ser distinto. O tal vez no, pero no les dejaron elegir.

Hoy en día la existencia de Internet en general y de las redes sociales en particular convierten lo que era casi patrimonio exclusivo de famosos y famosuelos en una difusión al alcance de cualquiera. Y, aunque cada vez parece protegerse -o intentarlo- más a los menores, hubo un tiempo en que ancha era Castilla, y los padres, e incluso quienes no lo eran, podían disponer de la imagen de sus criaturas sin ningún pudor. Por eso hace algún tiempo que a quienes somos padres nos hacen firmar un consentimiento en colegios, escuelas de arte o de deportes o cualquier otra entidad, donde consentimos -o no- a que la imagen de nuestros infantes pueda ser reproducida. Y aquí es dónde pueden empezar parte de los problemas. ¿quién decide sobre este extremo, si los padres están separados? ¿puede hacerlo uno solo de ellos? ¿puede conminársele a dar el consentimiento para, por ejemplo, que la criatura salga en el vídeo recuerdo del último año de guardería, o de la graduación del Instituto?

Sé que habrá quien no me crea, pero puedo prometer y prometo que esta humilde toguitaconada asite con más frecuencia de la que es soportable a incidencias de lo más rocambolesco en procedimientos de familia, embutidas como chorizos en tripa en ese cajón de sastre que son los articulos 156 y ss del Código Civil, con el 158 como estrella indiscutible .He asistido a pugnas intestinas entre progenitores porque cada uno quería apuntarlo a una falla distinta -incluyendo el color del traje de fallera de la niña-, porque uno quería que hiciera motociclismo y la otra fútbol, porque tenía que bailar ballet y no hip hop, porque le convenía más estudiar alemán que inglés, árabe que chino. Así que el día menos pensado me encontraré sentada en la sala recabando el consentimiento para salir en la grabación de la escuela de ballet, con el riesgo de que la niña salga a cuadraditos y no se aprecie su gracia ejecutando un pas de bourree. Tiempo al tiempo.

Pero, al otro lado del espectro, están los padres selfieadictos, ésos que aprovechan cualquier momento para inmortalizar a la criatura y, de paso, demostrar al mundo lo buen padre o madre que son. Los he visto en redes, en blogs y, lo que es peor, lo he visto aportado en forma de pantallazo en juicio para tratar de demostrar las capacidades de una u otro en la crianza.

Por suerte, desde la Constitución hasta las leyes -ley de protección del menor y la reciente ley de la infancia-, pasando por el propio estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, nos confieren facultades para poder evitar estos desmanes. Pero podemos actuar cuando el mal está hecho. Recordemos si no el caso de Marta del Castillo y los adolescentes menores de edad que pasearon por platós hasta que alguien puso orden ley en ristre. Y ahí es donde el sentido común, que, como sabemos, es el menos común de los sentidos, debería actuar. Acordando entre los propios progenitores cuáles son los límites a los que se someten, y con la aprobación de la autoridad judicial, y el consenso del ministerio fiscal, si procede. Pero antes, como digo. Para que todas las Andreítas de la historia no sigan teniendo que explicar una y otra vez que nunca se comieron el pollo porque sabía a rayos y centellas.

Así que hoy, el aplauso, no puede ser otro que para los padres y madres que, con su sensatez y su cuidado, nos evitan tener que intervenir, togas mediante. Porque si hay algo difícil en el mundo, es criar educando. O educar criando, que en este caso, tanto monta monta tanto