Como reza el dicho, “el tiempo es oro”. Y si oro es en todos los ámbitos de la vida, más aún en el nuestro, en que ya no sé si será platino, titanio, o coltán, vaya usted a saber.
En el mundo del espectáculo son esenciales los tiempos, por descontado. Hay que tener preparado el estreno para el festival al que presentarse, para la temporada de verano o de invierno, o para cuando esté previsto. Y si el engranaje no funciona y no se llega a tiempo al estreno, la cosa ya no tiene vuelta atrás. Pasó el tren y probablemente nunca vuelva.
En nuestro gran teatro los tiempos son medidos y tan, tan importantes que pueden dar al traste con todo el trabajo hecho o dejar impune para siempre un hecho incontestablemente delictivo, o hacer perder para siempre la oportunidad de reclamar algo que es debido, o de hacer valer un derecho. El cómputo del tiempo se encuentra a lo largo y ancho de todos nuestros textos legales con consecuencias importantísimas, sea a través de plazos procesales, del instituto de la prescripción, del cumplimiento de las condenas o de la caducidad de la acción. Tan es así, que hasta las multas en derecho penal se cuentan en días y no en cuantías.
En estos últimos días los plazos han cobrado actualidad, y parecen haberse convertido en una estrella de nuestro escenario. La dichosa reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que limita el plazo para terminar la instrucción, los ha traído a la primera plana de la actualidad. Y no es para menos. Porque nuestra dieciochesca ley procesal contemplaba unos plazos, desde luego, aunque poco o nada adaptados a la realidad actual, y de difícil cumplimiento, vistas las circunstancias de penuria de medios materiales y personales.
Y, de pronto, haciendo una interpretación sui generis de eso de que la justicia es ciega, nos fijan unos plazos para la instrucción, cerrando los ojos al día a día de nuestras representaciones. Y a ver cómo nos las componemos. De momento, vayamos a encargar los dorsales para las togas, que la carrera empieza en cualquier momento, y la varita mágica que tantas veces he pedido no me ha llegado todavía. Claro, para eso no hay plazo que valga.
A nadie con dos dedos de frente se le escapa que no es lo mismo rodar un sketch de un minuto que la trilogía del Señor de los Anillos, o Titanic, con ese barco a la deriva que evoca tantas cosas. Pero a nuestros directores parece habérseles olvidado ese pequeño detalle -¿o no?- y prevén unos cortísimos plazos, aún con sus prórrogas, que casarán muy bien con una alcoholemia o el robo en un coche, pero no tanto con asuntos complejos con larguísimas pesquisas y pruebas a practicar. Y ese tiempo puede acabar siendo un regalo para aquéllos que menos lo merecen. Seguro que todo el mundo sabe a qué me estoy refiriendo.
El tiempo es una parte importantísima de nuestro espectáculo. Que se lo digan sino a los procuradores, siempre corriendo, como nos contaban en su propio estreno (https://conmitogaymistacones.com/2014/08/29/procuradores-deprisa-deprisa/). Pero el tiempo ha de ser un aliado, no un enemigo de quienes tratamos de hacer justicia. Cocinar un proceso tiene sus pasos, y no cuesta lo mismo hacer un bocadillo de jamón que una paella para mil personas. Cada cosa necesita su tiempo de cocción, y, si nos precipitamos, los granos de arroz salen duros como perdigones y no hay quien se lo coma. Y si, encima, la paella está oxidada, la leña húmeda y el fuego tenemos que lograrlo frotando dos palitos, pues la cosa se pone fea, y solo podremos comer bocadillos.
Así que, queridos señores, si quieren que cocinemos paellas estupendas en tiempo récord, dennos recipientes en condiciones, materiales de primera y cocineros suficientes. Y, si es preciso, arroz especial del que no se pasa y cuece a la velocidad de la luz. Pero no pretendan que hagamos milagros, que el tiempo de la multiplicación de los panes y los peces quedó mucho más atrás, incluso, que la fecha de nacimiento de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal.
Por eso, hoy, nada de aplausos. Aunque quisiéramos darlo, que no es el caso, no tenemos tiempo para ello, que tenemos que alcanzar la luna y en vez de cohete tenemos un avioncito de papel.
Cuánta razón. Tengo la sensación de que los operadores jurídicos no tenemos más que obligaciones, y no sólo meras obligaciones, encima con cada vez más exigencias. Y los Calimeros… ¡qué desgraciaítos! ¡Y qué «pena penita pena» tenemos todos…! Y qué acertado es siempre el refranero español, qué cierto eso de que «en casa de herrero, cuchillo de palo».
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Totalmente de acuerdo.
No se trata de acabar el primero, sino de decidir lo correcto.
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¡Imagínate lo que te afectaría si ejercieras como abogado, único operador a quien los plazos se nos ponen en serio!
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