EL DIRECTOR: UNA PRESENCIA INVISIBLE


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                Seguimos en nuestro teatro, que ya va multiplicando su número de representaciones sin que hasta ahora hayamos visto a su máximo responsable aparecer. Y claro, tratándose de un espectáculo, el público manda, y ya me habían llegado varias peticiones al respecto, así que, como en esos programas de la radio, allá va. Me ahorro la referencia a aquello de Cada canción un recuerdo porque quizás hay recuerdos que no merecen canción alguna. Y hablemos de un hipotético director del espectáculo. Precisamente, de ése que debíeramos tener y que muchas veces echamos tanto en falta.

                ¿Quién es nuestro director? ¿Quién se encarga de que todo esté en su sitio, preparado para su cita con los espectadores? ¿Quién se sienta en la silla de tijera, megáfono en mano? ¿Quién cuida de que el casting sea el adecuado y de que los actores tengan todo a punto? ¿Quién escoge los guiones, y se preocupa de que la compañía que va a actuar sea la mejor posible? ¿Quién se encarga de que la función empiece a su tiempo y, más importante aún, que acabe cuando debe acabar? ¿Quién dispone los decorados oportunos, y la iluminación correcta? ¿Quién comprueba el vestuario? ¿Quién calcula el precio de las entradas para que nadie se pierda la función? ¿Quién tiene previsto el necesario recambio si alguno de los protagonistas falla?… Y lo que es casi más importante, ¿quién paga los platos rotos si la obra es un rotundo fracaso de crítica, o de público, o de ambos?

                Para responder a éstas y a todas las demás preguntas que pueden surgir, sólo me viene a la cabeza el título de una película, El hombre invisible. O la mujer invisible, una de los protagonistas de Los Cuatro Fantásticos, por respetar la paridad. Porque muchas veces, cuando más falta hace, ni está ni se le espera. Y tenemos que arreglarnos haciendo que Romeo sustituya a Julieta, que el decorado que simulaba una pradera sea de pronto un páramo, que no haya suficientes entradas para todos los espectadores o hacer remiendos caseros al telón que se nos cae a pedazos. Somos nosotros quienes tenemos que aguantar las iras del público si la función no empieza a su hora porque las cosas no estaban preparadas, y quienes hemos de soportar los abucheos si los focos no funcionan o el vestuario se cae a girones, y somos incluso los que hemos de recibir los tomatazos si el guión es espantoso, por más que no hagamos otra cosa que ceñirnos a lo que nos han dado. Y también somos nosotros los que nos tragamos la rabia de que haya gente en la puerta sin ver nuestra función porque no hay suficiente sitio o se han acabado las entradas.

                Porque eso es lo que nos viene pasando en este gran teatro de la justicia. Tenemos que andar improvisando por falta de medios materiales, de medios personales, de sustitutos que nos suplan en cualquier contingencia, y tenemos que resignarnos ante una lentitud que no es culpa nuestra y ante la inaccesibilidad del libre acceso a la justicia por unas tasas que lo impiden. Y tantas y tantas otras cosas…

                Lo malo de nuestro director es que, al contrario de lo que ocurre en la mayoría de espectáculos, él no apuesta su dinero y a veces, ni siquiera su trabajo. Y tampoco tiene que rendir cuentas directas a un productor que se juega su fortuna en nuestra obra. Porque la nuestra es una función enteramente costeada con el dinero de todos, que administran otros. Y, al no tener un productor detrás pidiendo cuentas, las cosas se diluyen. Y, como siempre, a pagarlo, Pocaropa.

                Pero nada sale gratis. Y aunque remendemos los agujeros del telón, peguemos los rotos del decorado y pongamos bombillas en lugar de focos, al final todo se sabe. Y ahí está el público para negar su aplauso y los críticos para hacer lo propio si la función adolece de defectos que la hacen inviable.

                Así que hoy voy a acabar de un modo distinto del acostumbrado, y voy a dejar mis manos quietas a la espera del aplauso. Me lo guardo para cuando conozca un director que dé la talla.

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